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jueves, 1 de agosto de 2019

EL ÁNIMA DE LA CRUZ DE AGUA



El Ánima de La Cruz de Agua 

Género: Cuento fantasmal
Hugo Arana Páez HARPA San Fernando, 26 de mayo de 2019
Era la mañana del 3 de mayo del año 1866, día de la Cruz, día en que los vecinos del caserío La Cruz de Agua, retornaban del antiguo cementerio aledaño a ese villorrio, adonde habían ido a sepultar los restos de Rosa Pérez, bella joven de dieciocho años, oriunda del lugar y quien víctima de una terrible fiebre palúdica, había fallecido el día anterior. Era la mayor de los tres hijos de Pedro José Pérez, a quien sus familiares y amigos apodaban cariñosamente Perucho. Al frente del cortejo regresaba taciturno el padre de la difunta, iba seguido de su mujer, Ramona Aracas, de sus hijos Rafael y Manuel a quienes los acompañantes inútilmente trataban de consolar.
A raíz de esa desgracia, el viejo Perucho, desde hacía días venía concibiendo la idea de vender el conuco y el ranchito donde durante muchos años había vivido con su familia y donde la muchacha había cultivado en el patio un hermoso jardín. El recuerdo de Rosita, como afectuosamente él la llamaba, le atenazaba permanentemente, por cuanto, ella con su cadenciosa voz y su contagiosa risa, era la flor que alegraba y embellecía aquel lugar.
-¡Viejo, no te encapriches que toavía nos quedan dos hijos! ¡Fíjate que Rafaelito, acaba e´ cumplí quince años y es to un hombre!
Era Ramona, que en su andar, trataba de animar al acongojado marido.
-Y Manuelito, ya es un zagaletón, fíjate que a pesá de tené diez años, ya jala machete como un hombre.
Continuó, insistente la esposa.
-¡Si mujer!
Respondió el abatido Perucho
-Pero tú sabes Ramonita, cómo estaba yo pegao con esa muchachita.
-¡Viejo cálmate!, que Dios sabe lo que hace, él lo quiso así.
El desconsolado hombre, rumbo a la casa, continuó cabizbajo su lento andar. Al llegar, se dirigió a las dos matas de guayabo que la muchacha había plantado en el centro del patio y de cuyas ramas, pendía un chinchorro de moriche, en el cual se tendió extenuado. Allí, entre mecida y mecida, permaneció el resto del día cavilando la idea de vender la propiedad.
Desde entonces Perucho se pasaba los días enchinchorrado, ya no asistía a los gallos ni a los parrandos que se organizaban en El Gallo de Oro; antigua posada que funcionaba en una añosa casona de dos aguas, situada frente al vetusto cementerio situado a la orilla del camino real que llevaba a San Juan de Payara o a Biruaca; tampoco se ocupaba del conuco, ni conversaba con los amigos. Desde el chinchorro contemplaba extasiado el jardín que Rosita, en su corta vida había cuidado con tanto esmero; mientras que en la cocina, Ramona, preocupada lo observaba y pensando en voz alta mascullaba su angustia.
-¡Qué vaina! ¡Ojalá el hombre no se me vaya a encaprichá! Mejor voy a jablá con él.
Angustiada la mujer se dirigió al patio donde enchinchorrado se mecía su marido.
-¡Perucho!, ¿Qué vaina te pasa? ¡Que ahora no quieres jacé ná! ¿Qué tanto piensas echao en ese chinchorro?
El hombre sorprendido por la acritud de la mujer, se incorporó sobresaltado, atinando a sentarse en el chinchorro para expresarle sus intenciones.
-Mira Ramonita jace días que quería hablá contigo
-¡Qué bueno Perucho! Decime a vé de qué se trata, soy toitíca oídos.
-El asunto es que desde jace días quería proponete que vendamos el conuco con rancho y tó.
-¿Y quién nos va a comprá este rastrojo?
-Bueno, Don José Antonio Mirabal me propuso compralo, pa´ él jace unos potreros pa´ cebá el ganao que saca de Medanito pa´ después llévá esos rebaños a Villa e´ Cura.
-¡Bueno me parece muy bien! ¿Y aonde vamos a dí nosotros?
-¡No te preocupes mujer! Porque el día del velorio de Rosita, Don José Antonio, me ofreció comprálo a buen precio y que además me iba a dá una casita que tiene en San Juan de Payara.
De nuevo la insistente mujer le interroga.
-¿Y de qué vamos a viví?
-¡Pero espérate Ramonita! No te angusties que toavía no he terminao de hablá.
Ramonita llamaba Perucho a su esposa cuando le iba a dar una buena noticia.
-También Don José Antonio me informó que me iba a nombrá caporal de Medanito.
-¡Ah viejo pa´ bellaco! No me habías dicho ná.
-Si mi amor, así es. Ya nosotros no tenemos más ná que buscá aquí, así que vámonos pa´ allá, que nos va a di bien porque yo conozco a Don José desde hace muchos años, fíjate que su padre era amigo e´ mi papá y por eso puedo decir que son gente buena.
-¡Bien! ¿Si es así? Nos iremos pa´ allá ¿Y los muchachos, que van a jacé?
-¡Que mujé pa´ vainera ésta! ¡Espérate toavía no he terminao el cuento!
-¡Dime viejo! ¡Dime!
Continuó inquisitiva Ramona.
-Él me dijo que tiene trabajo pa´ tos nosotros, que yo voy a sé el mayordomo de Medanito, como te dije antes; Rafaelito caporal de sabana y Manuelito becerrero.
-¡Ajá! ¿Y yo que voy a jacé?
Preguntó la pertinaz mujer.
-Bueno, me dijo que a ti también te tiene trabajo, que tú serás la cocinera, porque tú tienes buen sazón, ya que eran muy sabrosos los frijoles bayos, los pisillos de chigüire, los mondongos, los sancochos de gallina y los hervidos de pato que se ha comío aquí cuando iba rumbo a Medanito de regreso e´ San Fernando.
-¡Bueno Perucho! Si así es la cosa, nos iremos pa´ allá, qué vamos a jacé, si así lo dispuso Dios, que sea su voluntá.
-Está bien, eso quería que me respondieras.
Apuntó el viejo
-¡Pero hay una cosa!
-¡Que vaina contigo Ramonita! ¿Y ahora qué?
-¡Gua! que no es lo mismo cociná pa´ cinco personas, que pa´ treinta, fíjate que Medanito tiene como veinte mil reses y como quinientos caballos y por supuesto ahí deben trabajá por lo menos veinte piones, más Don José, su mujé, las dos criaturitas y nosotros cuatro.
-¡No te me vayas a echá pa´ tras Ramonita! Que tú eres capaz de hacerle frente a eso y a mucho más. Tú eres de las mujeres que no se les enfría el guarapo, ni les meten el tiempo en agua.
-¡Viejo eso me lo dices tú pa´ que salga corriendo y me vaya pa´ allá!
-¡Mira Ramonita! ¿Qué vamos a jacé aquí?
-¡Bueno viejo, está bien me convenciste! ¿Y cuándo nos vamos?
-¡Pasado mañana!
-¿Tan de repente?
-Es que ya jablé con el viejo Margarito y me dijo que tiene lista la carreta y las mulas pa´ jacenos el viaje.
-¡Bueno viejo! ¿Sí es así? Ya voy a recogé los corotos.
En la fecha convenida, llegó muy de madrugada el carretero Margarito, con su hermosa carreta tirada por seis robustas mulas, donde transportaría los trastos; también lo acompañaban tres monturas bien aperadas que llevarían a Perucho y los dos muchachos.
Desde la empalizada el transportista vociferaba.
-¡Buenas! ¿Cómo están? ¿Están listos?
Desde el patio los perros; fieles centinelas, ladraban insistentes al visitante y a sus acompañantes.
-¡Bien!, Espérate un saltico, ya voy pa´ allá Margarito.
Respondió Perucho. Mientras que desde la cocina Ramona, le gritaba a sus hijos
-¡Espanten esos perros! Que están latiendo (1) mucho y no nos dejan hablá.
A la vez le entregaba a Perucho una totumita rebosante de humeante café.
-¡Hombre, llévale este cafecito a Margarito!
Perucho atravesó presuroso el patio para entregarle al viejo carretero la vaporosa y aromática bebida recién colada.
- Margarito, aquí te traigo este café, está bien cerrero como a ti te gusta. Saboréalo mientras los muchachos cargan la carreta.
-Gracias, respondió el viejo transportista
A la par que el carretero sorbía el delicioso café recién colado, los jóvenes colocaban en el vehículo las mesas, los taburetes, las repisas, las viejas silletas, la mecedora, los baúles, las maletas, los desvencijados cajones con los platos, los calderos, los canarí, la piedra de moler, la tinaja, el pilón, las manos de pilón, el budare, las topias y demás cachivaches, hasta formar un irregular cerro de trastos.
-¡Ya estamos listos papá!
Gritó Rafaelito desde la empalizada.
-¡Bueno Perucho, nos iremos!,
Invitó Margarito, a la vez que se enrumbaba a la carreta. Al fin emprendieron el viaje. Adelante iba el carromato conducido por Margarito, acompañado de Ramonita. Detrás, los seguían en las bestias, Perucho y sus dos hijos. Al pasar la caravana frente al camposanto, Perucho se adelantó para solicitar al carretero.
-¡Margarito, viejo, párate aquí un momentico!
-¿Qué vas a hacer Perucho?
Preguntó intrigado el conductor
-Voy a despedirme de Rosita
Apresurado, Perucho atravesó la empalizada de la necrópolis y vadeando tumbas logró llegar casi al final, donde se hallaba el sepulcro de la muchacha. Allí se arrodilló, se persignó y después de orar un padrenuestro y una salve, extrajo del porsiacaso una vela y un ramillete de cayenas, capachos, tulipanes, paraíso, rosas blancas y rojas que había cortado del jardín de Rosita, las cuales junto al cirio encendido. colocó sobre la blanca tumba. Después de rezar otro Ave María y un Padrenuestro, se despidió el desconsolado hombre.
-¡Hija, siempre estaré pendiente de ti! ¡Jamás dejaré de visitarte y cada vez que pase por aquí entraré a alumbrarte y a rezarte! Adiós Rosita…….
Pausado se dirigió a la caravana, que pacientemente lo esperaba. Ágilmente se montó en la bestia, reiniciándose el viaje, seguidos de los fieles perros Corazón, El Sute y Mancha.
Después de andar largo rato por angostas trochas, de vadear lagunas y caños, los viajeros divisaron las primeras casas de San Juan de Payara, donde situada a una cuadra de la iglesia, estaba la casita de la que les había hablado Don José Antonio Mirabal. Era una modesta vivienda de dos aguas, techo de tejas, paredes de bahareque, ventanas y puertas de madera, de dos habitaciones, un ancho corredor y un pequeño patio, engalanado por un hermoso jardín, como el que había cultivado Rosita allá en La Cruz de Agua. Esa era la residencia que les había ofrecido Don José Antonio Mirabal, quien muy cordial los recibió en la solariega morada.
-¡Bienvenidos, pasen adelante! ¡Esta es la casa de que les hablé! ¿Te gusta Ramonita?
Preguntó a la mujer; asimismo, dirigiéndose a Margarito y a los muchachos les pidió.
-Por favor, vayan bajando los corotos.
Después de pasar algunos días ordenando su nuevo hogar de San Juan de Payara; Perucho y su familia se trasladaron por las sabanas candelarieras, rumbo al Hato Medanito, donde se encargarían de atender sus nuevas responsabilidades. Por cierto, ese día, Don José Antonio, se había levantado muy contento, por cuanto, esperaba anhelante la llegada de Perucho y sus acompañantes. Al arribo de los extenuados viajeros, el hatero desde el tranquero les dio la bienvenida y mientras los invitaba a pasar, les presentaba su familia y los peones que trabajaban en la fundación.
Era el año 1870 ya habían transcurrido algunos años y Pedro Pérez y su familia vivían felices en Medanito. Entretanto en Ciudad Bolívar, el General Adolfo Antonio Olivo, apodado El Chingo Olivo, decidió irse embarcado con su ejército aguas arriba por los ríos Orinoco y Apure y tomar a San Fernando y de allí marchar a Caracas y desalojar de la presidencia de la república al General Antonio Guzmán Blanco (2).
Días antes, en Ciudad Bolívar, José María Corredor Veloz, apodado El Guayanés, le expresaba a su novia, Petra Antonia Páez, a quien cariñosamente llamaba La Negra, su propósito de seguir al General Adolfo Antonio Olivo, El Chingo Olivo, quien en campaña iría a tomar la Plaza de San Fernando de Apure.
-¡Negra! Mañana bien de madrugaíta me voy pa´ San Fernando con mi General Adolfo Antonio Olivo.
Presagiando lo peor, la mujer, suplicante le instó a El Guayanés.
-¡MI amor no te vayas! ¡No quiero que te vaya a pasar algo malo!
-No te preocupes mi amor, yo sigo a mi General Olivo, porque ese hombre va a triunfá y segurito a mí me va a nombrá general y me pone a trabajá donde hay. Una vez montao en el burro, te vengo a buscá pa´ danos la buena vida.
-No jile Guayanés, tú todo lo pones fácil y bonito, sin pensá que por andá detrás de ese piazo e´ Chingo, lo que puedes es perdé la vida.
-¡No te preocupes mi negra! ¡Yo me sé cuidá! A mí no me va a pasá nada, ya usté verá que en menos que espabila un cura loco me le voy a aparecer vestío de general.
-Ojala asi sea mi amor. Tú sabes que aquí te estaré esperando.
Esa noche, entre abrazos y besos los amantes se despedían. Al amanecer, la tropa se embarcó en los vapores Nutrias y Héroes. Mientras las embarcaciones zarpaban rumbo a San Fernando, Petra Antonia, La Negra, sollozando desde El Malecón, despedía a su amado, quien desde la baranda del Nutrias le gritaba.
-¡Volveré! ¡Volveré mi amor! Espérame Negra.
-No te preocupes mi amor aquí estaré, cuídate mucho Guayanés…..
En la lejanía, la estela seguía a los expedicionarios, mientras que en El Malecón, la muchacha, veía perderse en la distancia a las dos embarcaciones, asimismo triste mascullaba.
-Yo dificulto que ese piazo e´ loco regresé a Ciudad Bolívar.
Al fin los insurgentes llegaron a San Fernando y tomaron esa plaza. Enterado de los acontecimientos, el presidente de la república, General Antonio Guzmán Blanco, organizó en Caracas un ejército de tres mil hombres, quienes bien apertrechados y equipados con cañones, máuseres y miles de balas se dirigieron al Apure, al frente marchaba Guzmán, acompañado de su lugarteniente el General Joaquín Crespo.
El Chingo Olivo, sabedor de la venida de Guzmán, decidió huir con su ejército de mil doscientos hombres, rumbo a El Paso Real de Arauca. Al llegar Guzmán a San Fernando, en enero del año 1872, ordenó a Crespo, persiguiera a los alzados (3).
Consciente del fracaso de la campaña dirigida por su líder, El Chingo Olivo, el bellaco, José María Corredor Veloz, El Guayanés, al llegar a El Paso Arauca, haciéndole honor a sus dos apellidos, en un descuido de sus compañeros, se apeó de su bestia y echó a correr veloz ocultándose entre el crecido gamelotal. Perdido entre el pajonal y después de mucho andar, al fin llegó extenuado y sediento a La Mata de Ajirelito, en predios del Hato Medanito. En esa floresta, ya sin fuerzas se recostó al pie de un enorme samán, donde delirante y acogotado por la fiebre creía ver sonriente y con los brazos extendidos hacia él a Petra Antonia Páez, La Negra.
-¡Ven Guayanés! ¡Aquí estoy! ¡Ámame! ¡Bésame mi amor! ¡Abrázame!
-¡Negrita, que vaina no, se nos dio la jodía!
-¡No importa mi amor, lo bueno es que estás vivo y yo aquí dispuesta a llenarte de besos y abrazos! ¡Ven mi amor! ¡Bésame Guayanés!
-¡Eso es mi negra! ¡Así es que me gusta, ya me voy a dí pa´ Ciudad Bolívar pa llénate de besos y abrazos!
-¡Si mi amor, vente ya, que te estoy esperando ansiosa pa´ llénate de caricias!
-¡Si mi amorcito, acércate pa´ empalagarte de besos! ¡Bésame como tú lo sabes hacer! ¡Ven mi amorcito! ¡Bésame! ¡Dame tu boquita mi negrita! Acaríciame amorcito.....
Entretanto, cerca del lugar, Perucho, junto a varios peones de Medanito, andaba sacando ganado arrochelado en esas matas. Por cierto, uno de los trabajadores atinó a escuchar a El Guayanés, quien delirante, invitaba a su negra a que lo besara.
-¡Ven mi amor! ¡Ven a besarme! ¡Acércate, acércate más, pa´ abrazarte y pa´ besarte! ¡Anda mi amorcito, no me niegues esos empalagosos besos tuyos! ¡Dame tu boquita mi amor! ¡Ven mi amorcito pa´ hacerte esos arrumacos y carantoñas que a ti tanto te gustan!
Extrañado, por la rara invitación de El Guayanés, el recio peón de sabana, a todo gañote llamó al mayordomo.
-¡Perucho! ¡Perucho! Ven acá pa´ que veas esta vaina.
-¿Qué pasa y se puede sabé qué vaina es?
-¡Gua! ¡Este tercio como que está loco o es medio marisco, gritándome que me le acerque, para abrazarme, besarme, hacerme carantoñas, arrumacos y que de ñapa le dé un beso! ¿Tú has visto Perucho?
Presuroso, el mayordomo se apeó de la montura y junto a la peonada se acercó al delirante Guayanés, a quien el avezado peón de sabana le tocó la frente y dirigiéndose a sus compañeros de faenas, les espetó.
-¿Es qué ustedes no son llaneros? ¿No se han dado cuenta que este hombre ni es marisco, ni está loco? ¡Lo que tiene es un tabardillo (4) de padre y señor mío que lo está matando! Así que móntenlo rápido en esa bestia y llevémoslo a Medanito, pa´ que Ramona lo atienda.
Seguidos de la peonada, Perucho y El Guayanés, al fin arribaron a la casona de Medanito, donde Don José Antonio Mirabal y Ramona salieron a recibirlos.
-¿Qué le pasó a ese hombre?
Preguntó el hatero.
-¡Gua que lo encontramos entabardillao en la Mata de Ajirelito!
-Seguro que ese hombre es uno de los soldados del Chingo Olivo, quien huyendo de las tropas de Crespo, se perdió en esos matorrales. Asi que acuéstenlo en el caney sillero que ya Ramonita lo va a atender.
Ordenó Don José Antonio.
Transcurridos los días, El Guayanés, ya recuperado de la insolación, Don José, lo mandó a buscar.
-¡Buenos días Don!
-¡Buenos días!
Contestó el hatero
-¿Cómo se siente amigo?
-¡Bien! ¡Muy bien, gracias a los cuidados de Doña Ramona!
-¡Qué bueno que ya está bien! ¿Y se puede saber cómo se llama usted, a que oficio se dedica y qué lo trajo por estas tierras?
-Bueno yo me llamo José María Corredor Veloz, pero mis amigos me apodan El Guayanés. En cuanto a la segunda pregunta, le diré, que mi oficio es ordeñador, enlazador, herrador, castrador de toros, amansador de caballos cerreros y de novillas recién parías y para responderle la tercera, le diré que ando por estos laos buscando trabajo ¿Y usted como se llama?
-José Antonio Mirabal, dueño de estas tierras, para servirle y un placer conocerlo y por las señas que me ha dado, le diré que estoy necesitando un ordeñador y amansador.
-¡Eso es conmigo Don! Dígame cuándo voy a pegar para empezar ahorita mismo.
-Está bien Guayanés, hable con Perucho para que le indique lo que va a hacer y así empieza mañana.
-¡Qué bueno Don José! Muchas gracias, mañana bien de madrugaíta me escuchará cantándole a sus vacas en la quesera.
Habían transcurrido varios meses y El Guayanés se había integrado positivamente a la rutina diaria de los oficios del hato Medanito.
Un día del mes de mayo, Don José Antonio Mirabal, recibió una carta que desde San Fernando le había enviado el comerciante y amigo José Félix Barbarito, en la que le informaba que ya le tenía el dinero correspondiente al pago de la compra de quesos, cueros de res, sebo, plumas de garza y doscientos toros que el hatero le había vendido hacía varias semanas. Después de leer la misiva con detenimiento, el viejo hatero, le informó al mayordomo.
-¡Perucho! Quiero que sepas que Don Pepino Barbarito me escribió esta carta, donde me avisa que ya me tiene la plata y como la estoy necesitando, quiero que mañana bien de madrugaíta te vayas para San Fernando a buscarla, porque con esos reales, le pagaré a los muchachos, remendaré los potreros, haré una nueva quesera y compraré un hatajo de caballos y un lote de novillos que la vieja Pancha y los Calzadilla me están vendiendo.
Atento, en la quesera, El Guayanés, haciéndose el distraído ordeñando, escuchaba la conversación. Entre cantos y ordeños transcurría la mañana, mientras el malicioso tercio hacía sus planes.
-¡Qué bueno! ¡Al fin me voy a di de aquí pa´ Upata, donde ansiosa me espera mi negra!
De acuerdo a lo convenido con el hatero. Al día siguiente muy de madrugada, Perucho ensilló su caballo y le arrebiató la remonta para emprender viaje a San Fernando, mientras que en la cocina, su mujer lo llamaba ansiosa.
-¡Perucho! ¡Perucho! Te vas a di sin tomate un trago e´ café cerrero. Ven que está recién colao.
Era un café que Ramona había tostado y molido.
En su humeante totuma, el feliz mayordomo de Medanito se bebió la estimulante bebida y embargado de contento abrazó a sus hijos y a su mujer, a la vez que dirigiéndose a Don José Antonio Mirabal, le expresó.
¡Ya sabe Don José, mañana Dios mediante estaré aquí con el encargo!
Era el mes de mayo, época de entrada de aguas, de aparecidos y fantasmas en el llano.
-¡Que Dios te acompañe Perucho!
Le expresaba su mujer desde la cocina. Mientras, sobre el caballo, Perucho, para tranquilizarla, sacaba del pecho un escapulario con las imágenes del Corazón de Jesús y la Virgen del Carmen.
-¡No te preocupes mujer! Que yo cargo estos compañeros que me protegen de todo mal ¡Adiós Ramonita! ¡Adiós, Don José! ¡Hasta mañana!
-¡Adiós Perucho!
Contestó el hatero
-¡Adiós Perucho!
Acotó desde la cocina Ramona.
Cabalgando, escoltado de la remonta, llevaba el saco maletero, donde había metido el chinchorro, el mosquitero, un par de alpargatas nuevas y una mudita de ropa; mientras que en la remonta llevaba el porsiacaso, lleno de tasajo, casabe, queso y un trozo de panela.
Después de dos horas de andar, pasó por San Juan de Payara, el Caño La Piedra, hasta llegar a La Cruz de agua, donde atinó a ver el antiguo cementerio donde yacía Rosita; allí se detuvo y amarrando las cabalgaduras al pie de un samán ubicado a la entrada del camposanto, se sentó sobre una raíz del árbol, mientras del porsiacaso sacó un trozo de tasajo y otro de casabe, con los que mitigó el hambre que lo venía atenazando. Después de saborear el sabroso bastimento, se levantó y mirando con tristeza la tumba de la muchacha y como si ella estuviera presente, expresó en un tenue murmullo.
-Hija, de regreso de San Fernando te traigo unas flores y unas velas.
Dicho esto, el mayordomo se montó en la bestia y reanudó el viaje rumbo a la capital del llano. Era mediodía cuando pasó por Casa de Zinc; sudoroso y extenuado, iba por la polvorienta calle Comercio, hasta que al fin llegó al magnífico edificio de los hermanos Barbarito. En las puertas de la edificación, lo esperaba sonriente Don Pepino Barbarito.
-¡Caramba Perucho! ¡Dichosos los ojos que te ven! ¿Cómo estás?
Saludó efusivamente el viejo comerciante.
-¡Pasa adelante hombre para que te tomes un cafecito conmigo!
Perucho dejó amarradas las bestias al pie de un merecure que con su sombra engalanaba el terreno que fungía como mercado, el cual estaba circundado de importantes casas comerciales.
Acompañado del italiano, atravesó alegre el amplio corredor.
-¡Anda Perucho siéntate para que hablemos!
Seguidamente, el mayordomo se sentó en una silleta de masaguaro y cuero templado, mientras que el comerciante se arrellanó en un mullido sillón detrás de un reluciente escritorio de pulida caoba.
¿Y cómo quedó Don José Antonio?
-¡Bien! Esta mañana se levantó más temprano que de costumbre, por cierto, le mandó saludos y a mí me encargó llevarle unas cosas que usted le enviaría.
-¡Ah bueno! Igualmente Perucho, llévale un fuerte abrazo y ya vamos a hablar de esas cosas que debo mandarle.
Sonriente, el malicioso comerciante se giró en el sillón para situarse frente a una hermosa y enorme caja de caudales de dónde extrajo unas bolsas de cuero que repletas de Morocotas y Pachanos vació en el escritorio. Hábilmente el mayorista, comenzó a contar las relucientes monedas; simultáneamente hacía diez piloncitos de veinte Morocotas cada uno y diez piloncitos de veinte pachanos cada uno.
-¡Aquí tienes Perucho! Cuatrocientas monedas de oro, doscientas morocotas y doscientos Pachanos. Por cierto, dile a Don José que con eso saldamos la deuda.
Mientras el italiano le entregaba las monedas, le recomendaba al viejo Perucho.
-¡Cuéntalas hombre! Tú sabes que cuentas claras conservan amistades.
-No se preocupe Don Pepino.
Respondió displicente el mayordomo.
-Yo las estaba contando con la vista mientras usté hacia los piloncitos.
-¡Ah Perucho pa´ zamarro!
Convino contento el italiano, mientras le expedía un recibo.
-Bueno Perucho, firma este papel, esto es para la contabilidad, tú sabes cómo son los negocios.
Muy parco respondió Perucho.
-¡Yo sé! ¡Yo sé!
Presuroso, el avezado llanero agarró las monedas y las metió en dos bolsas de dril, que introdujo en las alforjas.
-¡Bueno Don Pepino! ¡Muchas gracias por todo! Ahora si me voy.
Con estas efusivas palabras se despidió el mayordomo.
-¡Saluda a Don José y dile que estamos siempre a la orden!
Cuando Perucho atravesaba el dintel rumbo a donde estaban las bestias, el italiano le lanzó la pregunta de rigor.
-¿Hombre y no me vas a comprar nada?
-No Don Pepino, porque Don José viene dentro de diez días con la carreta pa´ jacele una buena compra.
-Ah bueno, así será, de todos modos llévale mis saludos y dile que aquí lo espero ¿Por cierto Perucho y te vas a ir hoy mismo?
-No, que va Don Pepino, hoy duermo aquí, porque a mí no me gusta andá de noche por esos chiribitales, usté sabe que estamos en el mes de mayo, mes de los fantasmas y aparecíos, no vaya a sé que me vayan a espantá por esos caminos. Por eso me voy a quedá y mañana bien tempranito me marcho. Esta noche duermo en el Hotel de Don José Danelo y esta tarde la voy a aprovechá pa´ comprale algo a mi mujer y una corona de flores y unas velas a Rosita, usté sabe.
-¡Ah bueno! Así será Perucho. Por cierto yo supe lo de tú hija.
Asentó el viejo comerciante.
Después de realizar las diligencias, Perucho llegó a la posada de Musiu Danelo, ubicada en el cruce de las calles Comercio y 24 de julio a escasos metros del Palacio Barbarito, allí se encontró con una mujerona muy buenamoza a la que saludó afectuosamente.
-¿Cómo está, Doña Pancha y qué anda haciendo po´ aquí?
-¡Gua! que vine a atendé unos asunticos.
Era Francisca Vásquez de Carrillo, que había venido a San Fernando a ocuparse de unos trámites legales y quien también se había hospedado en la posada de Musiu Danelo.
-¿Y cuándo se va, Doña Pancha?
-Mañana bien temprano, tú sabes Perucho que aquello no se puede dejá solo. Después que firme unos papeles en el Registro me marcho.
-¡Ah bueno!
Expresó contento Perucho
-Yo también me voy mañana temprano. Usté sabe que no es bueno anda de noche por esos caminos.
-No lo voy a sabé yo.
Apuntó la mujerona.
-Yo vine a San Fernando a arreglá unos problemitas, ya que ahora tengo de vecino a un doctorcito recién llegao de Caracas y se ha empeñao en señalar los linderos de acuerdo a las escrituras y por eso me tuve que vení a la carrera a hablá con mi abogado, el doctor Blanco, que más que doctor es poeta.
-Bueno, Doña Pancha
Expresó Perucho
-Me voy a acostá, porque mañana tengo que madrugá.
-No te preocupes Perucho, llévale saludos a tu mujé; por cierto, supe lo de tu hija Rosita, que hermosa era esa niña.
-Si Doña Pancha, pero eso lo dispuso Dios
-Bueno, yo también como que me voy a acostá, pero antes voy a da una vueltica po´ el pueblo.
-¡Vaya tranquila Doña Pancha y que tenga buenas noches!
-Gracias hombre y que duermas bien
Al día siguiente y con las luces del alba, el mayordomo se levantó, ensilló la montura y arrancó el largo viaje rumbo a Medanito.
Era media mañana cuando llegó a La Cruz de Agua y al pasar por el camposanto, se apeó de la bestia, la cual amarró al pie del viejo samán, testigo de muchas leyendas. Seguidamente se ocupó en limpiar la tumba y a cortar la yerba que terca la invadía. Una vez hecha esa tarea, sacó de una mochila de cuero, cuatro velones que encendidos colocó sobre el túmulo y de la remonta bajó una hermosa y lustrosa corona de flores de papel crepé, que colgó sobre la cruz. Hecho esto, se arrodilló y comenzó a rezar un Ave María, seguido de un Padrenuestro. Finalmente, para despedirse, musitaba.
-Hija tengo que irme, pero no te preocupes que el día de todos los Santos te mando a pintar el túmulo y a hacer una misa allá en San Fernando. Bueno hija debo marcharme porque me va a cogé la noche. Al fin el mayordomo reanudó la marcha rumbo a Medanito.
En el camino, unas leguas antes de llegar a San Juan de Payara se hallaba el Caño la Piedra, donde un poco más allá, estaba La Mata del Ahorcado, donde detrás de una ceiba, emboscado lo esperaba El Guayanés, por cuanto, sabía que ese día, Perucho regresaría de San Fernando con las alforjas repletas de dinero.
El malhechor había calculado el día y la hora que el mayordomo regresaría a Medanito. Ese día, muy temprano había ensillado su caballo, ocultándolo en un matorral, cercano a la casa del hato. Después de haber ordeñado, se fue a encaminar a los becerros a sus comederos y de allí fue a buscar a la bestia para enrumbarse a La Mata del ahorcado, donde asaltaría al bueno de Perucho. Al llegar al sitio, se apostó detrás de la legendaria ceiba, donde esperó pacientemente a que el mayordomo llegara cargado de Pachanos y Morocotas.
Estaba anocheciendo, el Sol declinaba en el horizonte, los alcaravanes cantando pasaban por la añeja mata, mientras que las maracanas en bandada acudían aleteando hasta sus nidos, que en los enormes samanes habían construido. Mientras tanto, en el camino los aguaitacaminos delante de Perucho marcaban su retorno, quien sobre la bestia nervioso cavilaba.
¡No me gusta ese pajarito! ¡Dicen que ese bicho es pavoso!
Poco a poco, la futura víctima se acercaba a la Mata del ahorcado, donde impaciente lo esperaba El Guayanés, quien anhelante mascullaba.
-¡Por fin voy a salí de abajo! Deja que el viejo llegue hasta acá, porque de una vez le quito la plata y seguiré rumbo a Upata a jacé una fundación con mi negra.
En su andar, el temeroso viajero aferrado al curtido escapulario del corazón de Jesús y la virgen del Carmen, imploraba.
-¡Dios mío sácame con bien de este trance! ¡Virgen del Carmen, no me abandones!
Así con la fe puesta en el pensamiento, Perucho iba devorando caminos. Al fin atravesó el Caño La Piedra, el cual estaba casi seco; mientras la bestia y la remonta sudorosas subieron el barranco, desde donde el viajero divisó en medio de la sabana a La Mata del ahorcado, señal que estaba llegando a su destino.
-¡Menos mal que ya estoy cerca de San Juan y de ahí a Medanito el trecho es corto! ¡Gracias mi Dios, ya voy a estar con mi mujer y mis hijos y así le entrego cuentas a Don José Antonio! Por cierto, voy a aprovechá pa´ quitale una platica prestada, pa metérsela a la casita de San Juan ¡Qué bueno que ya estoy llegando, no jile!
Absorto en sus pensamientos iba acercándose a la Mata donde el malhechor ansioso lo esperaba.
-¡Carajo allá se ve un jinete ¿Acaso será el pendejo de Perucho?
Lentamente el desprevenido jinete se acercaba a la tenebrosa Mata, entretanto el facineroso sacaba de la funda el revólver. Al llegar el viajero al legendario árbol, sorpresivamente de la sombría ceiba de la que cuenta la leyenda, un hatero había ahorcado a otro por robarle unos mamantones, salió El Guayanés, quien retador se plantó en el camino cerrándole el paso.
Ya había anochecido y en la oscuridad, los luceros, los cocuyos y la luna alumbraban el rostro de ambos hombres. Perucho al ver al bandido atravesado en el camino, detuvo la extenuada montura y extrañado le increpó.
¡Carajo Guayanés! ¿Qué jaces por aquí tan lejos de Medanito y a estas horas?
Es que vine a jacé un negocito contigo.
¿Y se puede sabé qué negocito es ese, a esta hora y en esta soledá?
¡Gua! Precisamente a esta hora y en este lugar es que es bueno negociá contigo.
El mayordomo comprendió las intenciones del bellaco y rápidamente se llevó las manos al cinto para sacar su arma, cuando sonó un certero balazo que salió de la boca del cañón del revólver del Guayanés, atinando a darle a Perucho en el pecho, derribándolo bruscamente de la montura. Las bestias se espantaron dejando en el camino al herido, quien en estentórea agonía, apenas lograba espetarle al agresor.
-¿Por qué lo haces Guayanés? ¡Yo te auxilié, te di empleo y mira con lo que me has pagao! ¡Qué vaina contigo, si hubiera sabido esto, te habría dejado abandonado en la mata donde te jallé, pa´ que te murieras de hambre y sed o te comieran las fieras!
Un hilo de sangre brotaba de la boca del herido, anunciando el final del bueno de Perucho. Apresuradamente, el criminal, arrastró el cadáver hacia el pajonal. Luego agarró la montura, la remonta y las alforjas de la infortunada víctima. En efecto, allí estaban cuatrocientas piezas de oro por las que había asesinado a quien lo había salvado de la última batalla de la fracasada Revolución Azul.
Contento, el cobarde expresaba a gritos su entusiasmo.
-¡Bueno! Ahora si voy a salí de abajo no jile, esto es un realero, ahora me voy a instalar en Upata con mi negra. Allá voy a montá una pulpería, me compro una buena casa y unas tierritas con ganao y tó, pa jacé un hato como el de Don José Antonio.
Seguidamente, el malhechor arrebiató a la cola de su caballo las cabalgaduras del infeliz mayordomo. Envalentonado, el criminal saltó al lomo de su bestia y en un frenético galope rumbo a San Fernando, se retiró del lugar. No había andado un cuarto de legua, cuando empezó a nublarse el cielo, a relampaguear y a caer gruesas gotas de agua. Asustado, chaparreaba incesantemente y clavaba las espuelas en el costillar del noble bruto. Ante el inmerecido castigo, las jadeantes bestias pateaban el barrial.
La noche se tornó en penumbras y el bandido tuvo que disminuir el paso de las cabalgaduras, mientras que en el bosque se escuchaba el insistente cri cri de los grillos, el chillido de un pajarovaco y el quejido lejano de un carrao. En silencio, el rufián meditaba.
-¡Ojalá no me vaya a salí un espanto! ¡Con esta noche tan fea, no jile, ahora si voy a llegá tarde a San Fernando!
Después de mucho andar, divisó a la orilla del camino un candil y una enorme ceiba, donde los viajeros se detenían a descansar, conocida como La Ceiba del Muertico.
-¡Menos mal que estoy llegando a La Ceiba del Muertico! Eso significa que estoy cerca de La Cruz de agua.
En efecto una legua más adelante se hallaba el vecindario La Cruz de Agua; llamado así, porque se halla en el cruce del Caño El Negro y Caño Jobo Dulce, los cuales formaban una cruz natural y los llaneros, sabios para ponerle nombre a los lugares, denominaron esa comarca La Cruz de Agua.
Después de mucho andar y entre gruesas gotas de agua, truenos y relámpagos, el pícaro, atinó a escuchar las voces de dos cantores empecinados en una larga porfía, siendo acompañados del chischás de unas sonoras maracas, el rasgar de un viejo cuatro y los arpegios de un arpa trasnochada.
-¿Cómo que hay fiesta en El Gallo de Oro? ¡Cómo que está buena la cosa! Pero que va, no me voy a quedá ahí. ¡Voy a entrá un saltico y mientras escampa, las bestias descansan y aprovecho pa´ comé algo y de ahí rumbo a San Fernando!
Es que la vieja posada El Gallo de oro, amén de ser reconocida gallera, garantizaba aguardiente, comida, un cuarto donde colgar los chinchorros, dar cobijo a las bestias y a las puntas de ganado que afanosos conducían los arrieros de La Candelaria rumbo a El Paso Apure, allá en San Fernando.
Extenuado, el hombre al fin llegó a la posada, donde se hallaba un frondoso tamarindo del que amarró las cabalgaduras. Esa noche había un parrando y los cantores, bailadores y músicos se disputaban las simpatías de los espectadores que allí se congregaban. El arpista halaba duro las cuerdas para sacarles hermosos arpegios; el cuatrista, entusiasmado rasgaba su instrumento casi hasta reventarle las cuerdas, mientras que el maraquero, enérgico agitaba los capachos. Por supuesto, el cantor hacia alarde de sus dotes entonando Pajarillos, Quirpas, Zumba que Zumba, Guacharacas y otros ritmos que hacían el deleite de los presentes. Allí se apeó el viajero y empapado se sentó frente a una rustica mesa que se hallaba en un rincón del enorme corredor de la añosa casona. Era medianoche cuando el cantinero se acercó al recién llegado.
-¡Buenas noches! ¿Qué se le ofrece al amigo?
-¡Buenas noches! ¡Deme un palo e´ ron que vengo emparamao! ¡No, mejor tráeme una botella e´ ron que con tanto chubasco, truenos y relámpagos me está dando frío!
-¡Enseguida se la traigo Don!
Sobre la mesa, el bellaco había colocado las alforjas repletas de dinero. Contento, introducía las manos en ellas para acariciar las monedas, cual si fueran hermosas doncellas. Mientras que absorto murmuraba.
-¡Que vida me voy a dá con mi negra y lo contenta que se va a poné cuando vea este realero, no jile, que suerte la mía! ¡Después de todo, no me salió mal haber venido pa´ estos laos con mi General Olivo a quien Dios tenga en su gloria!
Entretanto las horas transcurrían y de la botella apenas quedaban dos dedos de licor. Mientras el chubasco continuaba empapando los caminos; mientras los incansables cantores se desgañitaban, haciendo alarde de sus condiciones de recios intérpretes de los aires llaneros, animando a los bailadores, quienes armoniosa y graciosamente se desplazaban por el largo corredor.
Era de madrugada, cuando se sirvió en la copa el resto del licor que quedaba en la botella. Afuera el chubasco seguía frenético anegando los caminos y entre relámpagos y truenos se escuchaba el grito de los cantores animando a los extenuados bailadores. De un solo trago, el pícaro Guayanés se engulló el ron Foatero, hecho en el alambique que el viejo Pablo Foata, había instalado por los lados de la calle Aramendi, en San Fernando.
Al ver la botella vacía, el bellaco le hizo señas al cantinero para que le trajera otra, mientras disgustado musitaba.
-¡Que vaina, no voy a poder seguir el viaje! Con este aguacero me voy a tené que quedá arrestao aquí.
Preocupado cavilaba
¿Será que el viejo José Antonio Mirabal, allá en Medanito estará preocupado porque a estas horas el pendejo de Perucho no ha llegado con los reales? No vaya a sé que salga a buscalo con algunos piones y me agarren varao aquí.
No obstante, el malhechor se consolaba.
-¿Tú cómo que eres bolsa Guayanés, acaso no escondiste a ese muerto en la pata de la Mata del ahorcado pa´ que nadie lo jallara? ¡Qué vá a está buscando Don José Antonio a ese carajo, a esta hora y con este chaparrón de agua! ¡Hay que vé que tú si eres pendejo! ¡No voy a pensá más en eso! Aquí me quedo tomando hasta que escampe y en la madrugaíta arranco pa´ San Fernando.
Nuevamente el bellaco introdujo las manos en las alforjas para acariciar los Pachanos y Morocotas. Distraído se hallaba, cuando notó que al frente se había sentado una hermosa y sonriente muchacha. La extraña mujer, tendría unos dieciocho años de edad, poseedora de una belleza exótica, de piel canela, relucientes ojos negros muy vivaces, que hacían juego con una larga y bien cuidada cabellera negra, que contrastaba con unos carnosos labios y radiantes y blanquísimos dientes que irradiaban una atractiva sonrisa.
El hombre sorprendido por la repentina presencia de la joven, apartó la vista de las monedas e intrigado le preguntó.
-¿Y tú de dónde saliste?
-Yo estaba desde hace rato aquí, lo que pasa es que usté no apartaba la vista de las alforjas y no se dio cuenta cuando me senté.
-¿Tú eres de estos laos?
-¡Claro que sí, yo nací aquí y toavía vivo por estos laos!
-¿Dónde?
-¡Ahí mismito!
Enseñándole el cementerio que se hallaba al otro lado del camino, frente a la posada.
-¡Pero mi amor ahí lo que hay es un cementerio, no jile contigo!
-Sí, precisamente detrás de ese cementerio tengo mi casa
-Ah bueno así cambia la cosa
Respondió el hombre
-¿Mira y no me brindas un trago?
Sonriente el hombre contestó
-¡Pide lo que quieras que yo te invito!
-Ah, bueno, será una Leche e´ burra
Entusiasmado, el tercio hizo una seña al cantinero, quien presto se acercó a la mesa.
-¿Qué desea el señor?
El Guayanés solicitó al cantinero.
¡Pa mi otra botella y pa´ la dama una de Leche e´ burra!
-¿Si eso es lo que usté quiere?
Preguntó El Guayanés a la dama.
-¡Si tráigame una botella de leche e´burra!
-¡Enseguida le traigo el pedido señorita!
Atinó a expresar el cantinero. Mientras el mozo se dirigía a buscar el encargo, El Guayanés, se acordaba de Petra Antonia Páez, quien seguramente ansiosa lo esperaba en Ciudad Bolívar.
-¡No te preocupes mi negra que ya vamos a estar juntos!
A sabiendas que entre el aguacero y la extraña acompañante estaba atrapado en la posada. Sin embargo, el malhechor feliz reflexionaba.
-¿Cómo son las cosas? ¡Hay qué ve que hoy es mi día de suerte, tantas mesas y tantas silletas vacías y viene esta hermosura a sentase precisamente conmigo! ¡No jile! ¡Me voy a olvidá del muerto y de Don José Antonio, porque esta hembra no se me salva esta noche!
En el rincón, los cantores continuaban empeñados en su porfía, lanzando versos retadores al contrincante. Esos gritos altaneros lo hicieron volver a la realidad y allí estaba ella fresca, cual flor recién mojada, sonriente, con su reluciente y sedoso cabello negro, con su agradable y extraño perfume a altamisa, a mastranto y a lirio sabanero recién llovido, que lo cautivaba.
Animado, destapó otra botella y de un solo trago se empinó otra copa de ron. Es que el aguardiente Foatero, poco a poco, emborrachaba y alegraba el ánimo de los bebedores. Entre tragos de aguardiente El Guayanés, observó que la muchacha se había bebido tres botellas de Leche e´ burra y aún estaba en sus cabales, fresca, sonriente y como recién llegada. Intrigado le preguntó.
-¿Cuál es tu nombre?
-¡Rosita!
Respondió imperturbable la muchacha.
-¡Que hermoso nombre y por cierto, hace honor a tu figura, porque tú eres una rosa, la más bella de todas.
La mujer, ruborizada respondió
-¡Ay no digas eso, que no es pa´ tanto
-No mi amor, es que tú en verdad eres muy bonita. Tantas veces que yo he pasao por aquí y nunca te había visto.
Entretanto, los bailadores frenéticos en el corredor, continuaban danzando al compás de una Chipola o de un Pajarillo. Afuera el chaparrón arreciaba y los relámpagos y truenos incesantes competían con la voz aguda de un joven, entonando sones de añeja bravura y con los arpegios del arpa que frenética apenas se dejaba escuchar.
-¿Bailamos?
Preguntó la mujer.
-¿Tú no tienes problemas?
Inquirió El Guayanés
-¡Gua que problemas voy a tené!
Enérgica, la muchacha se levantó de la silleta y agarrándolo por la mano le susurró al oído.
-¡Vamos mi amor, acompáñame con esta Chipola!
El hombre quedó extasiado ante aquella hermosa figura y más cautivado quedó cuando la suave mano acarició su cuello y él puso la suya en la frágil cintura de la agraciada bailadora, mientras sentía en su pecho el calor de unos esponjados y firmes senos que el escote insinuante mostraban.
Mientras en el rincón los contrapunteadores, en interminable porfía continuaban desgañitándose al ritmo de la Chipola y Pajarillo.
Entusiasmado El Guayanés, escobillaba, revoloteaba, zapateaba y la bailadora ejecutaba al compás de la música, las diecisiete figuras que el joropo desarrolla. El hombre frenético en el baile cavilaba.
-Que sortario soy yo, no jile, me hago de una fortuna y de ñapa me consigo esta belleza en el camino; que mi negra me espere allá en Upata, que esta noche la voy a disfrutá toitíca.
Entre Pajarillos, Guacharacas, Chipolas y Seis, pasaban las horas y la muchacha lucía fresca y sonriente, sin mostrar signos de cansancio; mientras que el bailador extrañado, disimulando su agotamiento, le expresó a su pareja.
-¡Mi amor!, vamos a echarnos otro palo, pa´ después seguí bailando.
-Está bien, vamos pa´ la mesa pues.
Allí el hombre empinó la copa de ron Foatero y la muchacha hacía lo mismo con la copa de Leche e´ burra. Mientras que el tercio, preocupado reflexionaba.
-¡Que vaina! ¡Tengo que irme! Seguro que ya la gente de Medanito me debe andá buscando como a palito e´ romero.
Al fin los músicos dejaron de tocar y los cantores de porfiar. El arpa estaba arrinconada y los bailadores sentados conversaban, mientras entre trago y trago, recuperaban el aliento.
El Guayanés, continuaba ingiriendo una tras otra las copas de ron y la muchacha, las de Leche e´ burra. Cansado el hombre observaba que ya eran las tres de la madrugada y la mujer se mantenía fresca, sonriente, no sudaba, ni mostraba signos de cansancio, como si estuviera recién llegada. Intrigado, el bellaco repasaba.
-¿Será que por ser joven no se cansa? ¡Qué vaina conmigo, que pendejada es esta! Ahora que estoy pasando una noche como nunca había pasao en mi vida, voy a está pendiente de pendejadas, no digo yo.
Afuera el chaparrón arreciaba, los truenos y los relámpagos se hacían más frecuentes. Por supuesto el tercio, cada vez se preocupaba más porque el chubasco no amainaba y no podía continuar viaje a San Fernando, de donde se embarcaría aguas abajo, rumbo a Ciudad Bolívar.
-¡Qué noche tan fea! Si no fuera por este chaparrón quien sabe onde estaría yo, que vaina, vení a llové esta noche; menos mal que me jallé esta mujer.
-¿Qué te pasa mi amor, que estas tan distraído?
Interrumpió la muchacha
-¡No mi amor, es que debo continuar el viaje y no escampa.
-¡Pero te vas a preocupá por eso
¿Y onde voy a dormí?
Preguntó el bellaco
¡Gua en mi casa! ¿Acaso no te dije que yo vivo solita detrás del cementerio?
-¡Ah, es verdá! ¡Por cierto! ¿Cómo es eso, que tú siendo tan bonita no tienes marío?
-¡Qué marío voy a tené!
Expresó displicente la mujer
-¿No puede ser, una mujer tan bonita y durmiendo sola? ¡No te creo!
-¡Pues así es! ¡Vamos a mi casa pa´ que veas!
Con más bríos, los músicos y los cantores continuaron animando el parrando. Mientras que afuera la tormenta arreciaba, invitando a los enamorados a la entrega.
El hombre agradeció la invitación de la joven, pero recapacitaba que las horas habían transcurrido y seguramente la gente de Medanito andaría cerca.
-¡No mi amor! Te agradezco tu ofrecimiento, pero debo continuar el viaje.
-¡No te vayas! Acaso no vez como está esa tempestá ¡Quédate conmigo!
Señaló la muchacha, a la vez que insinuante le agarró la mano y lo besó como nunca lo había hecho hembra alguna.
Eran las cuatro de la madrugada, los gallos estaban cantando. Entretanto, el pícaro reflexionaba.
-¿Qué hago, me voy pa´ San Fernando con este aguacero tan feo? ¡Buscando que se me vayan a atascá las bestias! ¿O me quedo durmiendo en los brazos de esta mujer? Yo creo que lo mejor es quedarme y antes que amanezca sigo mi camino. ¡Qué pendejo soy yo, no jile! Si el camino está malo pa´ mí, también debe está malo pa´ los que me andan buscando. Está bien, mejor me quedó, no vaya a ser que me atasque en esos barriales o me vaya a perder en esa oscurana y va a se pior la vaina.
-¿Entonces mi amor qué vas a hacer?
Inquisitiva, la muchacha solicitó la atención del bellaco. Entretanto los relámpagos iluminaban su hermoso rostro y el ventarrón mecía graciosamente como a crin de potranca realenga la hermosa y perfumada cabellera.
-¡Está bien mi amor, me quedó, si así lo quieres tú, pero déjame pagá la cuenta.
-¡Cantinero! Tráigame la cuenta.
-¡Veinte bolívares amigo!
Respondió el mozo
Apresurado, El Guayanés, sacó de la faja, una moneda de plata.
-¡Ahí tienes cien pesos y el vuelto lo agarras pa´ ti!
-¡Gracias Don por la propina!
Contestó alegre el cantinero.
-¡De nada hombre!
El Guayanés, agarró las alforjas, las riendas de las tres bestias, las botellas de ron y de Leche e´burra. Feliz, abrazado a la muchacha atravesaba el camino rumbo al cementerio.
Así llegó a las puertas del viejo camposanto.
La mujer, al llegar a la entrada de la necrópolis, soltó la mano de El Guayanés y le expresó.
-¡Mi amor déjame ir adelante pa´ irte mostrando el camino!
Atrás, el astuto guayanés la seguía con las alforjas, las botellas y las tres bestias. Ya la muchacha estaba en el centro del cementerio, desde donde insistente lo animaba a avanzar.
-¡Anda mi amor! Apúrate que te vas a empapá.
-¿Bueno y dónde está tu casa que no la veo?
Ansioso preguntaba el rufián.
-No te afanes que ya vamos a llegá, al pasá el cementerio está la casa, sígueme que ya estamos llegando ¡Apúrate es lo que debes hacer!
Presuroso se encaminó detrás de la joven, quien dándole la espalda había emprendido el camino a la vivienda. Entretanto los relámpagos alumbraban las cruces de concreto, otras de hierro que se hallaban encima de los numerosos túmulos.
-Extrañado, el hombre en medio de la tormenta, no divisaba la vivienda.
-¡Mi amor! No veo la casa, ya casi hemos llegado al final del cementerio y no veo nada.
-¡Ten paciencia mi amor que ya estamos llegando!
Enceguecido por las gotas de agua, por los relámpagos y por los truenos, El Guayanés, observaba como la muchacha apresuraba el paso, haciéndose más distante.
-¡Rosita! No camines tan rápido que aquí hay muchas tumbas y cruces atravesadas y no vaya a ser que me ensarte en una de ellas.
-¡Apúrate! ¿Acaso no quieres conocé dormir conmigo?
-Si mi amor, claro que quiero, pero caminas muy rápido y me puedo caer.
El hombre apresuró el paso tratando de alcanzar a la moza, mientras intrigado, observaba que a cada paso la veía más alta, es decir, como si la figura se estuviera alargando. Impertinente la lluvia le empapaba los ojos debiendo restregárselos para sacarse las molestas gotas.
-¿Qué pasa contigo Rosita? ¡Cada vez te veo más alta!
No era que la mujer estuviera creciendo, sino que flotaba y cada vez entre los relámpagos y truenos ascendía más por entre las tumbas. Entretanto, el malvado y temeroso guayanés, apenas atinó a espetarle.
-¿Qué vaina te pasa, me parece que estas flotando? ¿Qué pasa contigo, no jile?
La mujer, cual tenebrosa visión, flotaba de espaldas frente al pícaro tercio, quien aterrado y a gritos le solicitaba.
-¡Voltéate, que quiero hablá contigo! ¿Qué vaina está sucediendo?
-¿Tú quieres que me voltee? ¡Está bien Guayanés, te voy a complacé!
Seguidamente, la mujer viró hacia el tercio y lo que el infeliz logró ver, fue una horrible osamenta, carcomida por los gusanos que caían al suelo, mientras que la hermosa cabellera se desprendía en mechones, que arrastrados por la brisa acariciaban la cara del aterrorizado hombre; mientras que la horrible aparición, enfurecida le espetaba.
-¡Huéleme Guayanés! ¡Ven pa´ que me beses, quiero que me abraces gran carajo!
Del descarnado cuerpo salía un hedor nauseabundo como a cripta vieja.
-¿Y quién eres tú?
-¿Yo? Yo soy la hija de Pedro José Pérez, al que todos llamaban Perucho, ese buen hombre que en Medanito te protegió, que te dio trabajo, que te salvo la vida, cuando los liberales en el Paso Arauca, derrotaron a tu comandante, el Chingo Olivo, al que tú, cobardemente abandonaste huyendo por las sabanas de Medanito, donde te perdiste y fue mi padre quien te encontró moribundo y mira como le pagaste. ¡Sí Guayanés! Yo soy Rosa, a la que llamaban Rosita y a la que mi padre consintió toa la vida y a mí, por ser un ánima buena, se me permitió salir hoy para vengar el crimen de mi padre. Tú debes morir hoy y además, serás condenado a andar penando por estas tierras y tu alma no tendrá reposo jamás.
De seguida, la tenebrosa visión comenzó a exhalar humo cual tizón en la sabana; mientras en medio de los truenos y relámpagos, salía de la calavera un grave y sonoro alarido que opacó a los cantores de la posada, donde el cuatro dejó de rasgar, las cuerdas del arpa se aflojaron y los capachos cesaron su chis chás, mientras que los cantores quedaron enmudecidos de pánico y los bailadores se paralizaron de pavor por aquel grave y horrible alarido que salía del cementerio de La Cruz de agua.
En el camposanto, el aterrorizado guayanés, emprendía veloz carrera seguido de aquella horrible imagen. Sin darse cuenta el infeliz, tropezó con la tumba de Rosita, ensartándose en la cruz. Moribundo, el hombre al ver que la horrible criatura se paró encima de él, atinó a preguntarle.
-¿Y dónde está tu casa? ¡Tú eres una embustera! ¿Qué casa el carajo vas a tené?
-¡Sí Guayanés, esta es mi casa, yo soy mujer de palabra, no de palabras y te traje a mi tumba, porque esta es mi casa y al traerte aquí cumplí mi palabra! ¡Asi que acaba de morirte gran carajo!
A la mañana siguiente, muy temprano lo encontró Don José Antonio Mirabal y sus peones, quienes desde Medanito lo habían seguido. Allí lo hallaron ensartado en una oxidada cruz de hierro. Estaba boca arriba, con una horrible mueca de terror, como si lo hubiera espantado algún pavoroso aparato, esos que en el mes de mayo, en noches de tempestades surcan la llanura.
En una de sus manos, el tercio tenía una botella de ron Foatero y en la otra, las alforjas, repletas de Pachacos y Morocotas, algunas de las cuales, en la carrera había esparcido sobre la tumba de Rosita, donde se leía el epitafio A Rosita, nacida y fallecida en La Cruz de agua. Recuerdo de sus padres.
Uno de los peones le comentó a Don José Antonio Mirabal.
-¡Don José, qué raro, El Guayanés, asesinó a Perucho y vino a morí ensartao en la tumba de su hija Rosita ¿Acaso será casualidá o una venganza del más allá?
Mientras que otro de los peones opinaba.
-¿Qué extraño? ¡La tumba de Rosita está abierta, como si alguien hubiera rodao la losa, pa´ que ella saliera a vengar la muerte de su padre!
Una vieja vecina quien había conocido a la muchacha, persignándose, expresó.
-Ahora voy a di a Biruaca a buscá al padre pa´ que bendiga esta tumba
Otro indagaba
-¿Y dónde vamos a enterrá al Guayanés?
Molesto, respondió Don José Antonio
-¡A este tercio, por ser un asesino y traicionero! Lo vamos a sepultá en este cementerio, pero no le vamos a hacer rezos, ni velorio, ni mucho menos le vamos a colocar cruz en la tumba, pa´ que eternamente, sus restos sean acompañados por los espíritus malignos.
-¡Asi será Don José!
Sentenció otro de los peones.
-¡Es que ese hombre no merece otra cosa, sino un castigo como ese!
Entretanto el Cantinero, llegó al lugar y después que todos hablaron, contó.
-¡Mire Don José! Ese Don llegó muy nervioso a El Gallo de oro, donde se jaló cuatro botellas de ron Foatero y estaba tan rascao que pidió cuatro botellas de Leche e´ burra y que pa´ que una muchacha se las tomara con él. También lo vide como un loco, bailando solo, como brincaba y zapateaba; lo cierto Don José, que yo no vi a nadie con él, asi estaría de rascao. También lo vide hablando solo cómo si de verdá estuviera alguna mujer con él. Por cierto, como a las cuatro de la madrugada pagó la consumición, agarró las bestias y se montó en el hombro las alforjas que no soltaba para nada y con la botella e´ ron en la mano y en medio del chubasco se fue pal cementerio; por cierto, los muchachos y yo pensamos que iba a jacé una necesidad detrás del samán que está a la entrada, ahí fue cuando escuchamos ese grito tan feo y esa jumacera que salía de ese lugar, a toitos nos dio miedo y pegamos la carrera y no volvimos sino hasta ahorita.
En la tumba, yacía sonriente el cuerpo de Rosita con el ramillete de flores que ese trágico día le había llevado su padre.
Don José, recogió las monedas, las introdujo en las alforjas y junto a las tres bestias las llevaría a Medanito.
-¡Vamos muchachos! Tapen la tumba y usted doña, vaya a Biruaca y dígale al cura que le haga una misa a Rosita y al bueno de Perucho. Mientras que nosotros nos vamos pa´ la Mata del Ahorcado a traer el cuerpo de Perucho pa´ enterrarlo al lao de su hija como él quería y a su esposa le voy a da estas monedas para que esa señora no trabaje más y que se venga a viví con sus dos hijos pa´ La Cruz de agua, pa´ que esté cerca de sus dos seres queridos. Eso es todo lo que puedo hacer por esas buenas personas. Dicho esto, los hombres emprendieron viaje rumbo a Medanito.
Por cierto, los vecinos del lugar refieren que de noche, los viajeros que se detienen en la posada El Gallo de Oro, atinan a ver en una mesa a un zambo de sombrero negro, contando monedas de oro contenidas en dos alforjas de cuero, bebiendo ron Foatero en copas; mientras habla y baila solo, como si estuviera acompañado de una mujer. Por cierto, el tercio misteriosamente desaparece. Otros cuentan que han visto atravesar el camino real rumbo al cementerio que se halla frente a El Gallo de oro, la figura de un zambo de sombrero negro, con tres bestias y dos alforjas en el hombro, acompañado de una hermosa joven, perdiéndose en el camposanto, de donde al rato sale una humareda, seguida de unos fuertes y espantosos alaridos.
También otros comentan que desde entonces, en una mesa arrinconada en El Gallo de Oro, se observa a medianoche a una bella joven solitaria, sentada frente a una mesa, bebiendo Leche e´ burra, como esperando a algún viajero que le haga compañía; asimismo muchos creen ver llegar a la posada a una sonriente y bella muchacha, la cual se sienta en una de las silletas y de pronto desparece dejando el lugar impregnado del aroma a Altamisa y mastranto; dicen que esa mujer es El Ánima de La Cruz de Agua, intentando llevarse al más allá a algún tercio que anduviera en malos pasos, esos que andan tras los fustanes de esas muchachas malas que hacen cosas buenas.
Mientras tanto, allá en la lejana Ciudad Bolívar, se observaba en el malecón a orillas del Orinoco a Petra Antonia Páez, La Negra, a quien se le veía nostálgica con la mirada extendida hacia San Fernando, mascullando.
-¡Ya sabía yo que ese loco del Guayanés no iba a venir a buscarme y a comprometerse conmigo! ¿Acaso, será que se habrá ahogao, estará preso o lo habrán fusilao por andar detrás de ese piazo e´ chingo? ¡La verdad es que ya estoy cansada de esperarlo como una pendeja y el hombre nada que llega!
Yo no voy a seguir esperando más; ésta que está aquí se va a buscar un marío y si fue que ese loco se murió ¡Que Dios lo tenga en su gloria! y como dice el refrán El muerto al hoyo y el vivo al bollo. ¡Qué va! Lo que soy yo, mañana me busco un vivo, por cierto bien vivo, porque lo que soy yo, no voy a seguí esperando un muerto ¿Quién lo mandó a sé pendejo y seguir tras los pasos de otro más pendejo? Total él se lo pierde.


Fuente: 
https://www.facebook.com/hugo.aranapaez/posts/2453660594696525

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