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jueves, 1 de agosto de 2019

LA PLAÑIDERA DE GUAYABAL


La Plañidera de Guayabal

Cuento fantasmal llanero
Hugo Arana Páez HARPA San Fernando, 5 de marzo de 2019

Eran las nueve de la mañana de un domingo de resurrección del mes de abril del año 1814, en la calurosa población de San Gerónimo de Guayabal, los pobladores se habían congregado en la Plaza Mayor y en la iglesia; una modesta edificación de paredes de bahareque, anchos portones y ventanales de masaguaro y techo de palma real, en el que destacaba un bonito campanario, donde un sacristán, enérgico, halaba un raído mecate para que el bamboleante bronce con sus melodiosas notas invitara a los fieles a la misa.
En el templo, el sacerdote y los monaguillos oficiaban vehementes la pasión y resurrección de Cristo, ante una feligresía, que atenta escuchaba el mensaje esperanzador del cura y donde algunos arrepentidos, expiarían sus faltas. Por cierto, ese día finalizaba la conmemoración de la Semana Mayor y aún en el campanario, el sacristán, empecinado continuaba halando la cuerda.
Afuera en la Plaza Mayor, un numeroso grupo de insurgentes prisioneros; integrado por hombres de todas las edades, se hallaban en el centro del parque, sentados en el piso y atados con las manos hacia atrás, esperando la llegada de El Taita, un rubicundo hombrón, quien decidiría su suerte. Alrededor de ellos, los vigilaban unos adustos jinetes llaneros, armados de lanzas Santa Catalina (1), lanzas Punta de diamante, largos cuchillos puntas de lanza, espadas o de algún fusil. Detrás de los jinetes, la chusma observaba con entusiasmo a los sudorosos, sedientos y hambrientos enemigos del rey, a los que a cada rato, los guardianes sacaban uno para colgarlo de las ramas de unos frondosos samanes que se hallaban frente a la plaza. En esa horrorosa tarea, los defensores de la causa del rey habían ejecutado esa mañana a más de noventa rebeldes. Entretanto, frente al parque se habían reunido los angustiados familiares, amigos, novias y las mujeres de los cautivos, esperando que a la llegada del caudillo cesara la macabra faena.
Eran las dos de la tarde de ese día, cuando al fin el jefe realista hizo su entrada por la calle principal del pueblo, quien se pavoneaba rumbo a la Plaza Mayor; era el Taita, que iba en lomos de Antígono, así se llamaba su caballo; lo precedían a pie unos doscientos indios, armados de lanzas, macanas, arcos y flechas; detrás andaban sobre sus ariscos caballos, unos trescientos pardos, luego continuaba El Taita, escoltado de cinco oficiales blancos, seguidos de unos quinientos jinetes negros. Por cierto, uno de ellos el zambo Andrés Machado, enarbolaba una banderola, donde dibujados se entrecruzaban dos tibias y encima una calavera y sobre ella, la intimidadora frase que evidenciaba el horror que representaba la Legión infernal.
Para abrirle paso al Taita, los indios, amenazadores con sus lanzas apartaban a los acongojados familiares; mientras que el populacho dándole vivas al rey y a él, se abalanzaba exaltado sobre el hombrón.
-¡Viva el Rey! ¡Viva La Monarquía! ¡Viva El Taita! ¡Viva nuestro Taita! ¡Dios salve al Taita!
En la iglesia la misa había terminado, el cura al escuchar el alboroto en la plaza, salió del templo en volandilla e inmóvil en el atrio profería sus bendiciones al rey, al caudillo y a su temible Legión infernal.
Llegado el hombrón al centro del parque, se apeó de la cabalgadura y dirigió sus pasos a la iglesia. Rumbo a la casa de Dios, caminaba sudoroso el rubicundo líder, cuando sorpresivamente sintió que unas delgadas manos lo asían con fuerza por la diestra. Extrañado, el tercio se volteó para percatarse que se trataba de una mujer blanca, quien llorosa y suplicante se aferraba a sus piernas impidiéndole moverse.
-¡Taita! ¡Taita! ¡Por amor a Dios! ¡No me ahorques a mi hijo! ¡No me lo ahorque Taita!
Suplicaba, jadeante la mujer
Enseguida, unos robustos negros, machete en mano se abalanzaron sobre la llorosa mujer.
-¡Quédense quietos muchachos! ¡Tranquilos que yo voy a conversar con la dama!
Ordenó el caudillo, mientras tomaba gentilmente a la mujer por las manos para llevarla donde lo esperaba el sacerdote.
-¡Cálmese doña! ¡Cálmese! Sepa que yo soy hombre de palabra y ahorita mismo delante del padre le voy a jurar que no le voy a ahorcar a su hijo; así que quédese tranquila. Eso sí, primero quiero que me diga cuál de esos insurgentes es su hijo.
-¡Aquel catirito!
-¿Cuál catirito?
-¡El más flaquito!
Respondió temblorosa la señora
-¿Por favor dígame como se llama?
-¡Juan Crisóstomo Payara!
Enseguida el Taita ordenó le trajeran a su presencia al prisionero, era un mozo de unos quince años. La madre al verlo se abalanzó sobre él haciéndole carantoñas.
-¡Hijo que bueno volver a abrazarte! ¡Que felicidad tan grande es tenerte de nuevo en mi regazo! ¡Gracias a Dios y a usted Taita por no ahorcar a mi hijo!
Agradecida la mujer besaba los pies del caudillo realista.
Reunidos los tres personajes, se dirigieron rumbo al atrio donde los esperaba el Padre Eulogio.
-¿En qué puedo servirle Taita? ¿Qué se le ofrece?
Preguntó el malicioso sacerdote
-¡Ah bueno padre! ¡Que aquí traigo esta doñita con un empeño!
-¿Y se puede saber que empeño trae la doña?
-¡Guá padre, que no le ahorque a su hijo!
-¿Y qué has decidido hacer Taita?
-¡Guá padre, que no lo voy a ahorcar! Y por eso he venido con la doña para jurar ante usted, ante Dios y ante ella que no lo voy a hacer y para que todos los presentes sepan que soy hombre de palabra, no de palabras.
-¡Ah bueno eso me parece muy bien!
Acotó el cura. Mientras la mujer, abrazada al hijo, observaba con horror a aquellos malhechores ahorcando prisioneros de las ramas de los samanes. Sin embargo, un hálito de esperanza la invadió a ella y a los familiares de los insurgentes, cuando inesperadamente el caudillo ordenó enérgico.
-¡Ya basta de ahorcamientos! ¡No más ahorcados! ¡Paren esa vaina carajo!
Ante la autoritaria voz, los verdugos, confundidos, obedecieron el mandato y un silencio espectral recorrió el lugar; los prisioneros y los familiares se miraban confundidos. Entretanto, una vieja mojigata se persignaba y murmuraba.
-Gracias mi señor que El Taita se compadeció de esos infelices.
En el atrio, madre e hijo abrazados, sonreían por aquella orden dada por El Taita.
-¡Ves hijo, yo sabía que este hombre tenía palabra!
-¡Si madre! Eso fue un milagro de nuestro redentor quien le ablandó el corazón.
Los presentes aún no se habían recuperado de la insólita orden del caudillo, cuando de nuevo se dirigió a la multitud.
-Señores, óiganme todos, se acabaron los ahorcamientos, ahora no habrá más ahorcados, si señores como escuchan, no habrá más ahorcados.
Los prisioneros y sus familiares celebraban aquellas tranquilizadoras palabras.
Transcurridos unos minutos, el tercio con más bríos volvió a dirigirse a la multitud.
-¡Señores, no habrá más ahorcados, porque ahora llegó el momento de los fusilamientos! ¡Ya es hora que empecemos a pasar por las armas a estos carajos!
El populacho enardecido vociferaba.
-¡Que fusilen ya a todos esos mantuanos! ¡Que fusilen a todos los enemigos del rey! ¡Que no dejen a un jipato vivo!
Los prisioneros y sus familiares, cabizbajos enmudecieron ante aquel terrible anuncio. Seguidamente el caudillo, envalentonado nuevamente se dirigía al populacho.
-¡Bien señores! Para comenzar vamos a raspar a este carajito que tiene una cara e´ mantuano que no la brinca un venao.
Rápidamente seis fornidos negros, fusil en mano, tomaron por los brazos al joven patriota, al que llevaron a la tapia de la iglesia, donde lo ataron manos atrás. Al redoble de tambores, se escuchó la orden del verdugo.
-¡Al hombro, armas! ¡Fuego!
Un fogonazo, el estrépito de seis fusiles al unísono, el humo y el olor a pólvora, invadieron el parque. Instintivamente la madre la emprendió a golpes, patadas e insultos contra el caudillo realista.
-¡Desgraciado, tú no eres un hombre, no tienes palabra! ¡Tú juraste frente a la iglesia, ante Dios, ante el padre y ante mi hijo y yo, que no lo ibas a ahorcar y mira lo que hiciste, asesino!
-¡Señora no sea embustera¡ Yo le prometí que no lo iba a ahorcar, lo que no le dije es que lo iba a fusilar. Si usted me hubiera pedido que lo perdonara, otra cosa hubiera hecho yo y es más, quiero que sepa que las cosas hay que llamarlas por su nombre.
-¡Muérgano, eso es lo que eres!
La madre, cual enfurecida tigra mariposa le lanzó un zarpazo que le marcaría el rostro para el resto de su vida.
-¡Esta me la vas a pagar
Atinó a sentenciar la infeliz mujer!
¡Llévense a esta vieja del carajo y me la fusilan de una vez!
Ordenó el hombrón. Mientras que a rastras, seis fornidos negros la llevaron al paredón, donde fue atada manos atrás y ya dispuesta para el fusilamiento, el verdugo le preguntó cuál era su último deseo, a lo cual respondió.
-¡No me coloquen venda, porque quiero verle la cara al criminal que injustamente hoy ha asesinado a mi hijo y a mí por defender la causa de la libertad! ¡Y te juro maldito, que desde el más allá regresaré para vengar los crímenes que has cometido! ¡Viva la patria! ¡Viva la libertad! ¡Viva la justicia! ¡Muerte a los tiranos!
De seguida se escuchó el redoble de tambores y la orden.
-¡Al hombro, armas! ¡Fuego!
Encima del cadáver del joven Juan Crisóstomo Payara, cayó el de la madre. Mientras que el Taita, furioso se pasaba la mano por las cinco sangrantes largas heridas que le habían causado las uñas de la furiosa mujer. A los ocho meses de ese mismo año de 1814, un cinco de diciembre, caería mortalmente alanceado en la sabana de Urica, el Taita Boves. Algunos refieren que fue herido por el Comandante patriota Pedro Zaraza, otras versiones aseguran que fue la mano traidora de su lugarteniente, Francisco Tomás Morales y una que cuenta que en el fragor de la batalla, su caballo Antígono, se encabrito al envolverlo una tenebrosa sombra que profería un agudo, largo y fuerte alarido, a raíz del cual, caballo y jinete rodaron por el suelo.
Desde entonces, cada vez que un parroquiano anda en malos pasos detrás de los fustanes de esas muchachas malas que hacen cosas buenas y atina a pasar a medianoche por la solitaria plaza Bolívar de San Gerónimo de Guayabal, cree observar a una mujer ensangrentada con un joven igualmente empapado de sangre en su regazo. Ante la tenebrosa visión, el tercio pega la carrera rumbo a su casa y cuando voltea, mira estupefacto, que tanto la mujer pegando gritos, como el muchacho, misteriosamente han desaparecido y solo reina en el lugar, un silencio sepulcral que apenas es interrumpido por la suave brisa que mece los ramilletes de trinitarias que azarosos emergen de la blanca y ancestral tapia de adobe de la iglesia.
Los vecinos cuentan que a medianoche se observa a una mujer bañada en sangre con un mozo en su regazo; pegando lecos y profiriendo las frases ¡Viva la patria! ¡Viva la libertad! ¡Viva la justicia! ¡Muerte a los tiranos! Por lo que los guayabalenses han nombrado a esa visión La Plañidera de Guayabal. Por cierto, desde entonces, muchos transeúntes, observan los domingos de resurrección a los devotos de las ánimas benditas, colocando al pie de la tapia aledaña a la iglesia, flores y cirios encendidos para que esas ánimas salgan de penas y puedan descansar en paz.
(1) Lanzas Santa Catalina
Eran unas mini lanzas, que los llaneros elaboraban, quintándole la tira de cuero a los mandadores (Garrotes de madera de cincuenta centímetros de largo a los que se les ataba una tira de cuero de un metro de largo. Esos mandadores eran utilizados para espantar los animales domésticos; también para chaparrear el ganado, a la bestia o para sacarse un lance de un enemigo) y le encajaban (encasquetaban) la punta de una lanza y así convertían al inofensivo mandador en una excelente arma, la cual también utilizaban para desjarretar ganado realengo en las sabanas.

Fuente: https://www.facebook.com/hugo.aranapaez/posts/2422652234464028

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