Por: José Luis
Cestari Villegas
Les presento
este archivo, como un clip vivito y sensible. Ya hace un rato que comenzó la
madrugada, pero los escritores nos trasnochamos tras una idea. Porque tenerla y
no expresarla es como tener un pajarito entre las manos…o lo mantienes allí, lo
cual te condena a manos atrapadas, o lo dejas ir. En mi caso, confieso que ya
desde hace mucho dejé de luchar contra ciertas cosas, en especial las que
tienen que ver con creaciones; ellas mandan…obligan…empujan…su fuerza es tal
que apartan a un lado la bioquímica cerebral del sueño y uno se mete con ellas
en las barca de oro que seguramente nos conducirá a una obra nueva…a una nueva
hija del corazón.
La última
vez que fui a San Fernando de Apure fue en 1969, en ocasión de lutos familiares
que siempre, tercamente, me niego a recordar…y, por supuesto, de eso no
escribiré hoy. Pero sí lo haré de unas cuantas cosas que giraban alrededor de
la farmacia de los dos Antonio Cestari, padre e hijo: La “Farmacia Popular”. No
crean que me voy a referir e un tema fastidioso relacionado con temas técnicos;
no, porque éramos niños mi hermano Carlos, mis primos Witschi y yo, y nada
serio –gracias a Dios- podríamos esperar de esta pandilla de traviesos.
La
farmacia no era más que uno de los sitios de juego, aparte de “el cañito”, “La
Voz de Apure” y el cine, que nos quedaba a pocos metros. Éramos Freddy, Jacobo,
Antonio Carlos y Yo…cinco muchachitos dispuestos a pasarla bien con lo que se
les atravesara en el camino.
Uno de los juegos preferidos en la farmacia era el de atender a la gente. Eso nos hacía sentir como que “hacíamos cosas de grande”: –“Buenas…dame un “vivaporú” y algo para la tos”, me pidió una vez un señor más bien bajo, trigueño, de sombrero, a quien el tío Antonio saludó con afecto: -“Taparita, tenía días que no te veía, ya veo que estabas enfermo, te agarró la gripe esa que está dando”. Y cuando el tío se paró de su silla de madera y se fue a buscarle las medicinas, nos fuimos detrás de él…porque había que ver qué era eso con ese nombre tan raro, y qué le iba a dar para la tos; con su mano sabia agarró un tarrito de ungüento “Vics Vaporub” y un frasco de gotas de “Codelasa”. –“¿Cuánto es, Antonio?” -“Cuatro con cincuenta, dame cuatro y ya”. “Taparita” pagó con un fuerte de plata y le devolvieron un bolívar, también de plata.
En el mostrador habían algunas cosas interesantes: unos cortauñas que tenían navajita…una especie de librito cuyas hojas tenían talco…cajitas de pastillas “Pentro”. Pero la otra parte de la diversión era ir al depósito…allí había cualquier cantidad de estantes llenos de frascos con etiquetas de nombres raros…y todo estaba como cubierto de un polvo blanco...pensamos que con alguna mezcla de sustancias se podría hacer algo que explotase, pero nos dio miedo…más bien decidimos interesarnos en una famosas gavetas viejas en las que guardaban cosas. Pero no nos dejaban abrir aquello…un misterio. Nos mantenían alejados de esa pequeña área, y eso nos daba más ganas de explorar e investigar. Estuvimos varios días esperando a tener una oportunidad, e ideamos que fuese Jacobo el que abriese las gavetas mientras distraíamos al tío con cualquier cosa. Así lo hicimos.
Uno de los juegos preferidos en la farmacia era el de atender a la gente. Eso nos hacía sentir como que “hacíamos cosas de grande”: –“Buenas…dame un “vivaporú” y algo para la tos”, me pidió una vez un señor más bien bajo, trigueño, de sombrero, a quien el tío Antonio saludó con afecto: -“Taparita, tenía días que no te veía, ya veo que estabas enfermo, te agarró la gripe esa que está dando”. Y cuando el tío se paró de su silla de madera y se fue a buscarle las medicinas, nos fuimos detrás de él…porque había que ver qué era eso con ese nombre tan raro, y qué le iba a dar para la tos; con su mano sabia agarró un tarrito de ungüento “Vics Vaporub” y un frasco de gotas de “Codelasa”. –“¿Cuánto es, Antonio?” -“Cuatro con cincuenta, dame cuatro y ya”. “Taparita” pagó con un fuerte de plata y le devolvieron un bolívar, también de plata.
En el mostrador habían algunas cosas interesantes: unos cortauñas que tenían navajita…una especie de librito cuyas hojas tenían talco…cajitas de pastillas “Pentro”. Pero la otra parte de la diversión era ir al depósito…allí había cualquier cantidad de estantes llenos de frascos con etiquetas de nombres raros…y todo estaba como cubierto de un polvo blanco...pensamos que con alguna mezcla de sustancias se podría hacer algo que explotase, pero nos dio miedo…más bien decidimos interesarnos en una famosas gavetas viejas en las que guardaban cosas. Pero no nos dejaban abrir aquello…un misterio. Nos mantenían alejados de esa pequeña área, y eso nos daba más ganas de explorar e investigar. Estuvimos varios días esperando a tener una oportunidad, e ideamos que fuese Jacobo el que abriese las gavetas mientras distraíamos al tío con cualquier cosa. Así lo hicimos.
Con cara de circunstancia nos habló Jacobo, luego de extraer varias extrañas cajitas de una de las gavetas: -“Bueno, miren…esto es lo que agarré de ahí…no sé qué es ni para qué sirve…trae adentro tres sobrecitos…yo destapé uno y es esto (lo enseña a nosotros)”. La cajita decía por fuera “Sultán” y, bueno…ya ustedes saben qué contenían esos sobres: condones. Pero eso era totalmente desconocido para nosotros. A Jacobo –el padre de las ocurrencias y travesuras- se le prendió el bombillo…sopló y sopló en uno de los condones hasta inflarlo como un pequeño globito, como el de las piñatas. Pero no estuvo satisfecho…más bien todos terminamos creyendo que esas extrañas bolsitas de goma para lo que servían era para echar refresco o café con leche en su interior, cerrarla y abrirle un huequito en el otro extremo, y así chupar por allí. Como chupi-chupi. Todo estuvo chévere hasta que nos descubrieron. El regaño fue mayúsculo.
Aquélla
farmacia se constituyó para nuestra familia en un símbolo fundamental. Se
instaló en aquélla “cuadra Cestari”, donde quedaba la casa grande de la
familia, un garaje, la farmacia, un depósito, “”La Voz de Apure” y creo que
después hubo algo más que no recuerdo; porque mi abuelo era italiano, hombre de
familia para quien la vida no era otra cosa que eso, la familia…proteger y
amparar…dirigir…corregir…dar el ejemplo…amar y perdonar. El concepto de don
Antonio era ese, y en esa estructura nos criaron a todos. En el caso de la
farmacia, el jefe máximo era el abuelo, quien estaba al frente, sentado, y
frente a él la caja registradora…impecable y pulcro, con camisa y pantalón de
kaki…en los pies, pantuflas o alpargatas. A pocos metros mi tío Antonio…camisa
clara, manga larga y pantalón de lino… sentado en su escritorio de madera, full
de carpetas y libros gigantescos de contabilidad. Siempre había algún empleado
que lo ayudaba a atender los clientes…recuerdo a Juan, a Felipe y a José. Lo
que yo viví en nuestra familia fue algo que nos arrastró a todos:
Dignidad…honestidad…honradez y trabajo, siempre trabajo. Lo que se adquirió en
bienes no fue mucho, pero todo fue a fuerza de sudor y esfuerzo. Recuerdo que
un día mi abuelo me dijo, en su mal español y su italiano olvidado: -“Venga
pa´quí, Useíto, vamo a caminá…con paso lento y seguro sus pasos me remolcaban
por el asfalto pulidito de la calle Comercio, sin tráfico…era un hombre alto y
fornido, yo le llegaba por la axila, él me llevaba abrazado…-“Usté vé todo esto
aquí de nosotros? Bueno, eso no es robao, eso es trabajao…pero yo tuve la
suerte que hubo un hombre a quien yo le presté unos reales pa´que comprara un
ganaíto y echara pa´lante, y el hombre nada que me pagaba…me traía de a
ñinguitas…y un día le dije: ¿Porqué tú no me das ese peladero é chivo que
tienes ahí en la calle Comercio, y no me pagues más nada? Y así fue como yo
negocié este terreno y poco a poco fui levantando esta construcción…con mucho
esfuerzo y trabajo, Useíto, a mí nadie me regaló nada”. Mientras mi abuelo me
contaba esto, sus ojos se humedecían y yo no entendía qué le pasaba.
Hoy día
lo entiendo. Era un inmigrante italiano que llegó a San Fernando muy jovencito,
acompañado de su hermano. Este murió ahogado en el río Apure. Su madre murió y
se trajo a su padre –don Nicola- y lo incorporó a trabajar con él el negocio
del comercio. Todos murieron y se quedó sin familia. Casó con una bella joven
de Calabozo, Angélica Bernardina Finamore, hija de italianos, gente muy
laboriosa y respetable del pueblo. Murieron sus primeros tres hijos muy
pequeños, creo que de enfermedades infecciosas. Pero tuvieron seis más, entre
ellos mi padre. Y en todos, lo único que siempre ví fue trabajo y más
trabajo…el concepto de ganarse un dinero para hacer y fortalecer a la familia.
Nada de despilfarro, ni juegos ni borracheras. Nada de triquiñuelas a nadie.
Nada de lo cual hubiese que avergonzarse.
Así viví estas memorias, y se las he presentado porque nuestra Venezuela
hay que reconstruirla. Busque cada uno sus recuerdos buenos de familia y, cual
ladrillos, construya sus ideas y planes para que las aporte a la comunidad.
Porque a nuestro país lo haremos de nuevo, entre todos y a nuestro gusto y
parecer, con la ayuda de Dios.
Fuente: Pagina de Facebook-San Fernando de Apure tiene Historia de Eduardo Hernández
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