REDES SOCIALES

viernes, 10 de abril de 2020

VISITA DE ALEJANDRO HUMBOLDT A LA VILLA DE SAN FERNANDO




Alejandro Humboldt



Opiniones de Humboldt.

El 27 de marzo de 1800, llega el Barón Alejandro Humboldt a la Villa de San Fernando. Le acompañó hasta ella un sujeto que había recorrido todos los hatos de los Llanos comprando bestias. Ya había pagado 2.200 pesos por 1.000 caballos.

Humboldt menciona a San Fernando como la "Capital de las misiones de capuchinos en la Provincia de Barinas". Aquí concluye el viaje que había hecho por tierra, a través de las llanuras. Los meses de abril, mayo y junio los iba a pasar en las riberas de los ríos.
Muy orgullosos, los vecinos mostraron al sabio europeo un pergamino "lleno de hermosas pinturas, que contenía el privilegio de la Villa". Según Humboldt, ese pergamino había llegado de Madrid, cuando San Fernando se componía de algunas cabañas de caña alrededor de una gran cruz alzada en el centro del caserío".

Merece la pena reproducir los siguientes conceptos emitidos por el ilustre viajero: "La posición de San Fernando sobre un gran río navegable, cerca de la boca de otro que atraviesa la provincia entera de Barinas, es harto ventajosa para el comercio. Todos los productos de esa provincia, cueros, cacao, algodón y añil del Mijagual que es de primera calidad, refluyen por esta ciudad hacia las bocas del Orinoco. En la estación de las lluvias, remontan grandes navíos desde Angostura hasta San Fernando de Apure, y por el río Santo Domingo hasta Torunos, puerto de la ciudad de Barinas"16

Palabras del sabio europeo que corroboran el acierto que tuvo el Gobernador Miyares, al concebir el proyecto de fundar la Villa.


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Las que siguen son también opiniones del Barón de Humboldt: "En todas las zonas (del Orinoco), la población se concentra en las desembocaduras de los ríos tributarios. El Apure, por el cual se exportan los productos de las provincias de Barinas y de Mérida, dará gran importancia a la pequeña ciudad de Cabruta. Ella rivalizará con San Fernando de Apure, donde hasta ahora se ha concentrado todo el comercio"1

Tres días permaneció el sabio alemán en San Fernando, como huésped del padre José María de Málaga, cuya habitación "disfrutaba de grandes comodidades". El religioso guardó al ilustre visitante las "más exquisitas atenciones'', y le consultó "sobre los trabajos que se habían emprendido para evitar que el río socavase la ribera sobre la cual estaba construida la ciudad". Una ciudad célebre, según Humboldt, por el excesivo calor que en ella reinaba la mayor parte del año.

En la mañana del 28 de marzo, presenció el sabio alemán un torrencial aguacero, cuyos pormenores y las circunstancias que lo rodearon, describió con hermosas

Palabras que rozan a veces el mundo de la poesía. No resistimos a la tentación de glosar sus impresiones. Al salir el sol, hallábase Humboldt en la playa, "con el fin de medir la anchura del río, que es de 206 toesas". "Por todos los ámbitos rodaba una tronada. Era la primera tempestad  y la primera lluvia de la estación. El río estaba encrespado por el viento del Este, pero pronto volvió la calma"; y desde ese momento, numerosas toninas "comenzaron a retozar en largas filas en la superficie de las aguas. Los cocodrilos, lentos y perezosos", parecían, "temer la cercanía" de aquellos animales "estrepitosos e impetuosos en sus evoluciones". Asustados, se sumergían en el Apure cuando se les acercaban las traviesas toninas.

Mientras retumbaban los truenos encima de la población, el cielo no mostraba más que "nubes esparcidas que avanzaban lentamente hacia el zenit y en opuesto sentido". El higrómetro de Deluc marcaba 53° y el termómetro centígrado 23°,

Aimé Bonpland
7.    ''A medida que se formaba la tempestad,  se mudó  el azul del cielo, primero en azul fusco y luego en gris". Llovía a torrentes. Por más de 20 minutos, el agua ca sobre la humanidad  del sabio, atento a sus tareas científicas. "Hacia el término de la tempestad, se hizo muy impetuoso el viento del Oeste. Disipáronse las nubes, y el termómetro bajó a 22°, a causa de la evaporación del suelo y de la más libre radiación hacia el cielo".

De San Fernando, partió la expedición en una "piragua anchísima o lancha", bien equipada. Hacia la popa se le construyó una especie de cabaña, cubierta de hojas de palmera. Se cargó con víveres para un mes. En San Fernando abundaban gallinas,  huevos,  bananos, casabe y cacao. Además,  el padre Málaga  obsequió a sus huéspedes con vino de jerez, naranjas y frutos de tamarindo para hacer "limonadas refrescantes”. Una más de las "exquisitas  atenciones" con que regaló el misionero capuchino a tan cultos viajeros. Bonpland, el sabio naturalista francés, acompañó a Humboldt en aquella expedición.

A las cuatro de la tarde del 30 de marzo, se despidieron de la Villa de San Fernando de Apure, con destino a la ciudad de Angostura. El tiempo era excesivamente cálido...

UN VIAJE POR EL RÍO APURE
ALEXANDER VON HUMBOLDT

Partimos el 30 de marzo, a las 4 de la mañana de San Fernando, con un calor intenso: el termómetro registraba a la sombra aun cuando el viento soplaba con violencia desde el sudeste. Durante toda la travesía por el Apure, el Orinoco y el río Negro nos acompañó el yerno del gobernador de la provincia de Varina, don Nicolás Soto, recién llegado de Cádiz y quien acababa de realizar una excursión a San Fernando. Con el propósito de conocer
países que fueran una meta digna para la sed de saber de los europeos, resolvió pasar con nosotros setenta y cuatro días en una angosta embarcación donde pululaban los mosquitos. Pasamos por la desembocadura del Apurito y la isla del mismo nombre,
formada por el Apure y el Guarico. En verdad, esta isla no es sino una lengua de tierra muy baja, comprendida entre dos grandes ríos que vierten sus aguas en el Orinoco a escasa distancia uno de otro, después de haberse unido más abajo de San Fernando,
por uno de los primeros meandros del Apure. La isla del Apurito tiene una longitud de 100 km y un ancho de 9 a 13 km. El caño de la Tigrera y el caño, del Manatí la dividen en tres secciones, de las cuales las dos extremas reciben el nombre de Isla de Blanco e Isla de las Garzilas. Más abajo del Apurito, la margen derecha del Apure presenta y mejores construcciones que la izquierda donde se levantan algunas bohozas de los indios yaruro confeccionadas con junco y troncos de la palmera. Estos aborígenes viven de la caza y
de la pesca y son y particularmente diestros en la cacería de los jaguares. De ahí que ellos sean los principales proveedores de las pieles, conocidas con el nombre de pieles de tigre que llegan a las aldeas españolas. Una parte de estos indios están bautizados pero jamás concurren a una Siglesia cristiana. Otras tribus de los yaruro viven bajo la tutela de los
misioneros en la aldea Achaguas, al sur del río Payara. Los habitantes de esta nación que tuve ocasión de ver a orillas del río Orinoco, presentan algunos rasgos propios de ciertas ramas de la raza mongólica. Su mirada es grave, los ojos alargados, los maxilares
prominentes, pero la nariz muy saliente en toda su longitud. Son de mayor talla, morenos y no tan rechonchos como los chaymas. Durante todo nuestro viaje desde San Fernando
a San Carlos a orillas del río Negro, y desde allí a la ciudad Angostura, me ocupé día a día de anotar todo cuanto me parecía notable, ya fuera a bordo de la embarcación o en el campamento donde pernoctábamos. Debido a las intensas lluvias y la enorme cantidad de mosquitos que colman el aire junto al Orinoco y el Casiquiare, esta labor tuvo ciertas lagunas que traté de completar a los pocos días. El viento que soplaba el 31 de marzo nos obligó a permanecer en la ribera hasta mediodía. Vimos las plantaciones de azúcar destruidas en parte por un incendio que se había propagado hasta allí desde un
bosque cercano. Los indios nómades suelen incendiar los lugares donde pernoctan y en la estación seca provocan a menudo la devastación de provincias enteras cuando la dureza de la madera no protege los árboles de su total destrucción. Encontramos troncos de caoba carbonizados hasta una profundidad de 5 cm. A partir de Diamante, se penetra en una región sólo habitada por tigres, cocodrilos y capibaras, una gran especie del género lavia (s. Linneo). Vimos allí apretadas bandadas de pájaros recortarse contra el cielo como una oscura nube, cuyos contornos cambiaban de un momento a otro. El río se ensancha paulatinamente, poblado de selvas en sus dos márgenes y forma un canal recto de 290 m de anchura. La disposición de la vegetación es muy curiosa. En primer plano se destacan los arbustos de sauso (Hermesia castancifolia) que forman un cerco de 1,3 ni de altura y dan la impresión de haber sido recortados por la mano del hombre. Detrás de ese cerco se encuentra un monte de Cedrelas, Palo Brasil y Gayac. Es bastante raro encontrar palmeras; sólo aquí y allá se ve algún tronco de palmera Corozo o la espinosa Piritá. Los grandes cuadrúpedos de esta zona: los tigres, tapires y pecaríes, han abierto brechas
en los cercos de sauso ya descriptos, por las cuales se acercan al río a abrevar. Como el paso de las canoas no los sobresalta, pudimos gozar del espectáculo de verlos pasear por la orilla hasta que se escurrieron en la selva por uno de los estrechos pasajes abiertos entre la espesura. Ora aparecía en laribera el jaguar, la hermosa pantera americana, ora el
hoco (Crax alector) caminaba lentamente hacia el seto de la orilla con su negro plumaje y sus penachos. Animales de las más diversas clases desfilaron ante nuestros ojos. “Es como en el paraíso”, comentó nuestro timonel, un anciano indio de las misiones. Y en verdad, todo recordaba allí los orígenes del inundo. ¡Donde la ribera presenta una anchura considerable, la hilera de arbustos de sauso se aparta de la corriente. En esa región intermedia pueden verse cocodrilos, a menudo ocho o diez ejemplares, echados en la arena. Inmóviles, las quijadas abiertas en ángulo recto, reposan uno al lado del otro sin evidenciar signo alguno de inclinación, como es dable observar entre animales que viven en compañía. El grupo se dispersa tan pronto se marchan de la orilla, y quizá sólo lo integran un espécimen masculino v muchas hembras. Estos enormes saurios son tan
numerosos que en todo el curso del río se asoman a cada momento cinco o seis de ellos y apenas comienza a crecer perceptiblemente el Apure, es decir que centenares de cocodrilos yacen aun sumergidos en el lodo de las sabanas. Hacia las cuatro de la tarde nos detenemos para medir a un cocodrilo muerto arrojado por el río sobre la orilla. Su longitud era sólo de 5,38 111. Pocos días más tarde, Bonpland halló otro ejemplar (un
macho) de 7,22 ni. En todas las zonas, en América como, en Egipto, este animal alcanza el mismo tamaño. Asimismo, la especie tan frecuente en el Apure, el Orinoco y el Magdalenano es el caimán sino un verdadero cocodrilo, muy similar al del Nilo
 on sus patas dentadas en los bordes externos. Si se tiene en cuenta que un macho adquiere su capacidad como reproductora los diez años y mide entonces 2,6 m. de longitud, es de suponer que el ejemplar medido por Bonpland debía tener por lo menos 28 años de edad. Los aborígenes nos dijeron que en San Fernando difícilmente pasa un año durante el cual dos o tres personas adultas no son despedazadas por estos saurios carniceros, especialmente mujeres que van a recoger agua del río. Nos contaron la historia de una muchacha de Uritucia, cuya rara intrepidez y presencia de ánimo la salvaron de las fauces de un cocodrilo. Tan pronto se sintió apresada hundió sus dedos con violencia en los ojos de la bestia y ésta, presa de dolor la soltó después de arrancarle el antebrazo izquierdo. A pesar de la enorme pérdida de sangre la indiecita nadó con la mano que le quedaba y logró alcanzar la orilla. En esos páramos, en donde el hombre está en constante lucha con la naturaleza, se suele conversar a diario sobre la destreza para esca-
par de un tigre, una boa o tragavenados, o un cocodrilo. Todos están en guardia por así decir, ante el peligro inminente. "Yo sabía -argumentaba la joven de Uritucu indiferente –que el caimán suelta su presa si se le hunden los dedos en los ojos". El cocodrilo
del Apure se mueve con gran rapidez y agilidad cuando ataca, en cambio, se arrastra con la lentitud de una salamandra si no lo excita la ira o el hambre. Al correr produce un sonido seco proveniente al parecer de la fricción de las escamas de su piel. Al realizar este movimiento arquea el dorso y da la impresión de tener patas más largas que en su
estado de reposo. Amenudo escucharnos muy cercano en la orilla ese rumor de las placas, pero no es cierto lo que afirman los indios que los viejos cocodrilos a semejanza del pangolín –pueden levantar sus escamas y toda su coraza-. En su mayoría, estos animales se desplazan en línea recta o mejor dicho como una flecha que de trecho en trecho calubia su dirección. A pesar de las pequeñas apófisis de las costillas falsas que unen las vértebras cervicales y parecen restringir el movimiento lateral, los cocodrilos pueden girar perfectamente cuando quieren. Con frecuencia he observado ejemplares jóvenes morderse la cola; otros lo han visto en ejemplares adultos.
Los cocodrilos nadan a la perfección y superan con facilidad las corrientes más rápidas. Sin embargo, me pareció que al remontar un río no pueden efectuar giros rápidos. Cierto día, un perro de gran tamaño que nos había acompañado en nuestra expedición
desde Caracas al río Negro, fue perseguido en el agua por un enorme cocodrilo; el saurio estaba ya muy cerca de él y el can sólo pudo escapar haciendo un repentino giro y nadar contra la corriente. El cocodrilo realizó la misma maniobra, pero con considerable lentitud en comparación al perro y éste pudo alcanzar la orilla con toda felicidad.
Los chigüiros (capibaras) o carpinchos que en piaras de 50 a 60 cabezas viven a orillas de los ríos, proporcionan a los cocodrilos del Apure abundante alimento. Estos infortunados animales del tamaño de nuestros cerdos carecen de toda arma para su defensa.
Nadan algo mejor de lo que corren, pero en el agua son presa fácil de los cocodrilos y en tierra los devoran los tigres.
Resulta casi incomprensible que puedan ser tan numerosos estando a merced del ataque de tan temibles enemigos. La explicación reside en su acelerada multiplicación. Se reproducen como los cobayos o conejillos de Indias que han venido a nosotros
procedentes del Brasil.
Atracamos más abajo de la desembocadura del caño de la Tigrera, en una bahía llamada Vuelta del Joval. Allí también nos vimos rodeados de chigüiros, que a semejanza de los perros dejan la cabeza y el cuello fuera del agua al nadar. Con harto asombro descubrimos en la ribera opuesta un inmenso cocodrilo dormido en medio de esos roedores. Despertó
al acercarse con nuestra piragua y se dirigió lentamente al agua, sin que los chigüiros se inquietaran.
En el Joval, el paisaje adquiere un carácter agreste y grandioso. Allí pudimos ver al tigre de mayor tamaño encontrado hasta entonces. Los propios aborígenes se asombraron de su enorme longitud.
Era mucho más grande que los ejemplares de la India expuestos en los zoológicos de Europa. La fiera yacía a la sombra de un gran zamano (una especie de mimosa). Acababa de matar a un chigüiro, pero aún no había despedazado a su víctima. Tenía apoyada
sobre ella una de sus zarpas. Los zamuros o zopilotes, una variedad de buitres, habían acudido en grandes bandadas para aprovechar los restos del banquete del jaguar. Nos advirtió su extraña muestra de osadía unida a la timidez. Se atrevían a avanzar hasta unos 60 cm del jaguar, pero retrocedían al menor movimiento del felino. A fin de estudiar más de cerca los súbitos de estos animales, pasamos a la pequeña canoa que arrastraba nuestra piragua. El tigre rara vez ataca las canoas después de perseguirlas a nado. Ello sólo sucede cuando esta exacerbado por una larga hambruna. Al percibir el rumor de nuestros remos, se levantó lentamente para ir a ocultarse tras los arbustos de sauso de la orilla. Los
buitres se aprestaron a aprovechar el momento de su retirada para devorar al chigüiro, pero a pesar de la proximidad de nuestra canoa, el tigre se abalanzó sobre ellos, y lleno de ira a juzgar por su andar y el movimiento de su cola, arrastró la presa hasta la
selva. Los indios lamentaron no haber traído sus lanzas para poder bajar a tierra y matarlo.
El chigüiro que nada con harta destreza, emite al correr un leve suspiro, como si le faltara el aliento. Es el animal de mayor tamaño de la familia de los roedores. No se defiende, sino en caso de extrema necesidad, cuando está acorralado y herido.
Dado que sus molares, en especial los posteriores, son extraordinariamente fuertes y bastante largos, es capaz de desgarrar la pata de un tigre o de un caballo de una dentellada. Su carne tiene un olor a almizcle muy desagradable. No obstante, en la región
se preparan mijaniones de chigüiro y esto viene a justificar en cierta medida el nombre de cerdos de agua que algunos antiguos naturalistas atribuyeron a esta especie. Durante los ayunos, los misioneros se regodean sin remordimientos con estos jamones.
En las márgenes del Santo Domingo, Apure y Arauca, en los pantanos y en las inundadas sabanas de los llanos, los chigáiros son tan numerosos que diezman las tierras de pastores. Devoran por completo la hierba que más apetecen los caballos, llamada chiguirero. También se alimentan de peces y hemos podido observar con sorpresa que son capaces de permanecer sumergidos de 8 a 10 minutos bajo el agua cuando los asusta la proximidad de una canoa.
Como siempre pasamos la noche a cielo abierto, en una plantación, cuyo propietario se dedicaba a la cacería de tigres. Andaba prácticamente desnudo y el color de su piel era un castaño negruzco como el de un zambo. Llamaba doña Isabel y doña Manuela a su esposa e hija respectivamente, que andaban tan desnudas como él. Aun cuando jamás se había alejado de la ribera del Apure, se interesaba vivamente por las novedades ocurridas en Madrid, las guerras que parecían no tener fin y todas las cosas de allá".
Esperábamos encontrar tras la plantación de bananos la choza del cortijo, pero ese hombre tan orgulloso de su estirpe y del color de su piel, no se había afanado por construir una ajupa de hojas de palmeras. Nos instó a colgar nuestras hamacas entre dos árboles, junto a las suyas, y nos aseguró con arrogancia que lo encontraríamos bajo techo cuando remontáramos el río en la época de las lluvias.
Pasada la medianoche se levantó una terrible tempestad, los relámpagos surcaban el horizonte, los truenos retumbaban y nos mojamos hasta los huesos.
Durante la tormenta, un curioso episodio contribuyó a ponernos de buen humor. El gato de doña Isabel se había trepado a un tamarindo debajo del cual nos habíamos establecido y en un momento dado cayó sobre la hamaca de nuestro acompañante.
Arañado por el gato y despertado tan sorpresivamente de su profundo sueño, el hombre creyó haber sido atacado por una fiera del bosque. Corrimos en su ayuda al oír sus gritos y con gran esfuerzo logramos persuadirlo de su error. Mientras llovía torrencialmente sobre nuestras hamacas y los instrumentos que habíamos llevado a tierra, don Ignacio nos congratuló por no haber dormido en la orilla, sino en su finca, -entre gente blanca y de trato-.Empapados como estábamos nos costó convencernos de nuestra buena fortuna. 1º de abril. Al rayar el alba nos despedimos del señor don Ignacio y de su esposa, la señora doña Isabel. El aire estaba más fresco. El termómetro que de día registraba por lo general 20º a 35º había descendido a 24º. El río arrastraba una inmensa cantidad de troncos. Más abajo del Joval, donde el cauce se ensancha, éste forma un verdadero canal que parece
haber sido tendido a cordel, sombreado en sus dos márgenes por Juboles muy altos. Este tramo delrío se llama caño Rico. Comprobé que su anchura es de 265 m. Pasarnos por una isla baja donde anidaban por millares flamencos, pelícanos rosados, garzas y cercetas cuyo plumaje ofrecía el más variado juego de colores. Las aves se encontraban en tan
apretada cantidad que se hubiera dicho no podían realizar movimiento alguno. La isla recibe el nombre de Isla de Aves. Más adelante, pasarnos por un lugar donde un brazo del Apure, el río Arichuna, desemboca en el Cabullare, con importante pérdida de su caudal. Atracamos sobre la margen derecha junto a una pequeña misión habitada por indios de
la tribu de los guamos. Formaban el villorrio unas 16 a 18 chozas de palomas.
Los guamos son indios muy difíciles de convertir a la vida sedentaria. Por sus costumbres, tienen bastante en común con los Achagua, los Guajibos y los Otoinacos, en especial el desaseo, la sed de venganza y su amor por la vida nómade, pero sus idiomas son totalmente diferentes. Estas cuatro tribus viven en su mayoría de la pesca y de la caza en las planicies, a menudo inundadas, que se extienden entre el Apure, el Meta y el Guaviare. Pronto veremos que al pisar las montañas, próximas a las cataratas del Orinoco, se encuentran en las tribus lugareñas costumbres mis pacíficas, amor por la  agricultura y mucha limpieza en las chozas. Los Guamos se mostraron hospitalarios y al entrar en sus viviendas, nos ofrecieron pescado seco y agua (en su idioma cub). El agua se conserva fresca en recipientes porosos. Pernoctamos en una ribera muy ancha y árida, más abajo del Cochino roto, en un paraje donde el río cavó un nuevo lecho. Era imposible penetrar en
la espesura del bosque, de manera que con gran trabajo lograrnos reunir algunos leños secos para encender una hoguera y estar a resguardo de los ataques nocturnos del tigre, según la creencia de los indios. Nuestra experiencia pareció confirmarla. Era una noche tranquila y clara. La luna brillaba magnífica.
Los cocodrilos permanecían echados en la orilla de tal manera que podían ver el fuego. Creemos haber notado que el resplandor de las llamas los atrae
como a los peces, los cangrejos y otros animales acuáticos. Los indios nos mostraron las huellas de tres tigres en la arena, dos de ellas de animales muy pequeños. Sin duda, una hembra había llevado a sus cachorros al río a abrevar. Como no hallamos árboles en la costa, clavamos los reinos en la tierra a fin de amarrar a ellos nuestras hamacas. Reinó absoluta calma hasta las once de la noche, pero alrededor de esa hora se inició un tremendo alboroto en el bosque vecino y casi no se pudo cerrar los ojos. Entre la multitud de voces de los habitantes de la selva que gritaban al unísono, nuestros indios
sólo pudieron reconocer aquellas que se podían escuchar aisladas, en particular los suaves sonidos de flauta del sapaju (mono de calavera), los lamentos de los Aloriatta (mono aullador), el rugido del tigre y del jaguar o león americano, desprovisto de melena,
la gritería del ptiercoalmizclero, del perezoso, del hoco, de la parracua y otras ave, del tipo de las gallináceas.
Cuando los jaguares se acercaron al linde del bosque, nuestro perro que no había cesado de ladrar, comenzó a gemir y buscó refugio bajo las hamacas. Por momentos, después de renacer la calina, se oía el rugir de los tigres desde la copa de los árboles seguido de los estridentes y sostenidos silbidos de los monos que escapaban ante el peligro
amenazador.
Si se pregunta a los indios por qué los animales del bosque provocan tan terrible alboroto a determinadas horas, la suya es la siguiente respuesta jocosa: -Están celebrando el plenilunio-. Yo me inclino a creer que la inquietud se origina en su mayoría por alguna lucha entre los animales en el corazón de la selva. Así, por ejemplo, los jaguares cazan
a los puercos almizcleros y, a los tapires que sólo encuentran protección cuando se mantienen unidos y al huir en apretadas piaras, rompen los arbustos que les salen al paso. Los monos, huraños y temerosos, se espantan a la vista de esta cacería y responden
desde lo alto de los árboles a la gritería de las grandes fieras. Despiertan con sus chillidos a las aves que viven en colectividad y en consecuencia todo el zoológico no tarda en convulsionarse.
Pronto veremos que este alboroto entre los animales salvajes de ninguna manera tiene como causa el hermoso plenilunio, sino se origina principalmente durante una tormenta o precipitaciones torrenciales.
En los albergues españoles se temen los sones estridentes de las guitarras provenientes de aposentos contiguos.
En el Orinoco, es decir en las riberas a cielo abierto o bajo un árbol solitario nos alarman las voces de la selva que interrumpen nuestro sueño. 2 de abril. Antes del alba nos hicimos a la vela.
Era una fresca y hermosa mañana, como las que suelen disfrutar las gentes acostumbradas a los grandes calores de estas tierras. Al aire libre el termómetro
llegaba sólo a 28º, pero la arena seca y blanca de la orilla conservaba a pesar de la radiación hacia un cielo diáfano, sin nubes, una temperatura de 36º. Los delfines surcaban las aguas del río en largas hileras y las riberas estaban cubiertas de aves pescadoras. Muchas de ellas aprovechan la madera en balsa que arrastra la corriente y posadas sobre
ella sorprenden a los peces que permanecen en la parte media del río. Llegamos a un lugar de la isla Carizales, donde emergían del agua enormes y gruesos troncos de curbaril. Posados sobre ellos había una multitud de pájaros de la especie Plotus, muy parecidos al anhinga. Estos pájaros forman hileras, y al igual que los faisanes y las parracuas permanecen durante largas horas inmóviles con el pico orientado hacia el cielo, lo que las hace aparecer muy tontas.
En la Vuelta de Basilio, donde desembarcamos para recoger plantas, descubrimos entre las ramas de un árbol dos bonitos monos pequeños y renegridos de la talla del sai (mono capuchino), dotados de cola enrollada. Por su cara y sus movimientos no podían ser coaitás ni chamecs y menos aún ateles.
Nuestros indios jamás habían visto especímenes semejantes. En estos bosques existen una cantidad de sapaju desconocidos aún para los zoólogos europeos, y dado que los monos, en particular los que viven en manadas, son muy migradores y en determinadas
épocas se trasladan a lugares muy distantes, ocurre que al llegar las lluvias, los aborígenes suelen sorprender cerca de sus chozas algunos ejemplares jamás vistos hasta entonces. En esa misma ribera nuestros guías nos mostraron un nido de jóvenes iguanas, de unos diez centímetros de largo. Se distinguen apenas de un lagarto común. Los aguijones del lomo, las grandes escamas levantadas, todos los apéndices que dan a la iguana un aspecto tan horrible cuando mide de 1,3 a 1,6 m de largo, estaban
presentes en estos animalitos en forma rudimentaria.
La carne de estos reptiles nos pareció agradable en todas las regiones muy secas, aun en tiempos en que no carecíamos de otros alimentos. Es muy blanca y similar a la carne del tatú (armadillo) que en esta zona recibe el nombre de cachicamo, una de las mejores que se encuentra en las viviendas de los naturales.
Hacia el atardecer comenzó a llover. Antes del aguacero, bandadas de golondrinas similares a las nuestras pasaron volando sobre la superficie del río.
También vimos bandadas de papagayos perseguidos por pequeños gavilanes sin caperuza. El penetrante chillido de los papagayos se distinguía curiosamente del silbido de las aves de rapiña. Pernoctamos a cielo abierto en la orilla, cerca de la isla Carizales. A
poca distancia de allí, había varias chozas de indios en medio de plantaciones. 3 de abril. Desde nuestra partida de San Fernando no encontramos en este hermoso río ninguna
canoa. Reinaba en derredor una profunda soledad. Por la mañana, nuestros indios pescaron algunos peces con anzuelo: el llamado caribe o caribito, porque no hay otro más sanguinario. Ataca al hombre mientras se baña o nada y a menudo le arranca considerables jirones de carne. Si las heridas recibidas son insignificantes es posible salir del agua, si bien a duras penas. Los indios sienten un descomunal terror por estos peces y varios de ellos nos mostraron las cicatrices de profundas heridas en las pantorrillas y en los muslos, causadas por estos pequeños animales que los Maipures llaman umati.
Viven en el lecho de los ríos, pero si se vierten algunas gotas de sangre en el agua suben por millares a la superficie. Si se tiene en cuenta su crecido número, de los cuales los más voraces y sanguinarios no miden más de 8 a io cm, si se observan sus puntiagudos
y filosos dientes triangulares y su espaciosa boca retráctil, no nos extrañará que el caribe infunda tanto miedo a los habitantes de las márgenes del Apure y del Orinoco. En ciertos lugares donde el agua era transparente y no se divisaba pez alguno, echamos pequeños trozos de carne sanguinolentos.
A los pocos minutos apareció un cardumen de caribes que se trabaron en desaforada lucha por los sebos. Por la presencia de una segunda aleta dorsal adiposa y por la forma de los dientes más grandes insertos en el maxilar inferior, separados entre sí y
cubiertos por los labios, el caribe pertenece a la familia de los salmónidos serra. La parte dorsal del cuerpo es de color gris ceniza con tendencia al verdusco, en cambio la región ventral, las branquias, las aletas pectorales, ventrales y caudal son de un bello amarillo anaranjado. En el Orinoco existen tres especies que se distinguen entre sí por el tamaño. Los medianos parecen ser semejantes a la especie media de las pirayas o piranhas (Salmo rhombeus) de Marcgrav. Las dibujé allí mismo. El caribito tiene un sabor muy agradable. Como nadie se atreve a bañarse en parte alguna donde se sospeche su presencia, debe considerarse como una de las mayores plagas de esa comarca, donde la picadura de los mosquitos y la irritación de la piel hacen del baño una necesidad
imperiosa.
Hacia el mediodía nos detuvimos en un lugar deshabitado, llamado Algodonal. Me dirigí a la ribera para observar de cerca a un grupo de cocodrilos que dormían al sol con sus colas recubiertas de anchas escamas, apiladas unas sobre otras. Garcetas de
nívea blancura se deslizaban sobre sus lomos y en derredor de sus cabezas cual si hubiesen sido troncos de árboles. Por el color verde grisáceo de su cuero, semicubierto de barro seco, y su inmovilidad se los hubiera podido confundir con figuras de bronce. Por un tris ese paseo estuvo por convertirse en una experiencia pesarosa para mí. No había dejado de mirar al río, pero al recoger de la arena laminillas de mica, noté la huella fresca de un tigre, fácil de reconocer por su forma y tamaño. La fiera iba hacia el bosque y al mirar en esa dirección descubrí a ochenta pasos de mí un jaguar echado bajo la espesa fronda de una ceiba, jamás me pareció tan grande uno de estos felinos.
Hay momentos en la vida en los que llamamos en vano a la razón en nuestro auxilio. Estaba muy asustado pero aún era dueño de mí mismo y de mis movimientos, de manera que pude seguir las reglas de conducta que me habían enseñado los nativos para casos análogos. Continué caminando, pero sin correr. Evité mover los brazos y creí advertir que el jaguar tenía puestos sus pensamientos en una manada de capibaras que nadaban por el río. Me dirigí entonces a la orilla descubriendo un rodeo bastante amplio, Cuanto más me alejaba del tigre, mis a prisa creía moverme. ¡Cuántas veces estuve tentado de volver la vista para cerciorarme de que no me perseguía!
Por fortuna sofoqué ese impulso hasta más tarde. El jaguar había permanecido inmóvil en la misma posición. Estos enormes felinos de piel manchada están tan bien alimentados que rara vez atacan al hombre. Cuando llegué al barco estaba exhausto. Les conté mi aventura a los indios que parecieron no darle gran importancia. No obstante, cargamos nuestras escopetas y todos fuimos hacia la ceiba donde había visto al jaguar, pero ya no estaba allí.
Al atardecer, pasamos por la desembocadura del caño del Manatí, llamado así por la enorme cantidad de estos animales que se capturan allí todos los años. Este mamífero acuático herbívoro que los indios llaman apcia y avia, alcanza en su mayoría 3,25 a 4 m de lar o y un peso de 250 a 400 kg. No encontramos vestigio alguno de uñas en la superficie exterior y en el borde de las aletas natatorias que son absolutamente lisas, pero si se arranca la piel de la aleta, pueden verse en la tercera falange pequeños rudimentos de uñas. En un ejemplar de tres metros de largo que disecamos en Carichana, una misión a
orillas del Orinoco, el labio superior sobresalía 10 cm del inferior. El primero está revestido de una piel muy fina y sirve de trompa u órgano palpador.
La cavidad oral, notablemente tibia en el animal recién sacrificado, muestra una constitución muy peculiar.
La lengua es casi inmóvil, pero en cada maxilar hay un botón carnoso que encaja en una
cavidad tapizada por una piel muy dura.
El manatí deglute tanta hierba que encontramos lleno de ella el estómago, dividido en varias partes y el intestino de una longitud de 35 ni. Si se abre al animal mediante una incisión dorsal, nos sorprende el tamaño, la forma y la posición de los pulmones.
Tienen alvéolos extraordinariamente grandes y semejan inmensas vejigas natatorias. Su longitud es de 1 m. Colmados de aire tienen un volumen de 1000 pulgadas cúbicas. Su carne, que por algún prejuicio se considera indigesta y -calenturiosa- (que provoca fiebre) es, no obstante, sabrosa. A mi juicio tiene más semejanza con la carne de cerdo que con la vacuna.
La carne salada y secada al sol se conserva durante todo el año y dado que la iglesia considera a este mamífero como pez, es muy buscado durante los ayunos. El manatí tiene una vitalidad extraordinaria.
Se lo harponea y ata, pero no se lo termina de matar sino al estar a bordo de la piragua. La época más favorable para su caza es al final de las grandes inundaciones, cuando salen de los ríos y quedan apresados en las lagunas y pantanos vecinos, donde el agua desciende rápidamente. La grasa del animal, o manteca de manatí, se usa para encender las lámparas de la iglesia y también para fines culinarios.
No tiene el olor repugnante del aceite de ballena o de la grasa de otros cetáceos. La piel del manatí, de un espesor de 4 cm, se corta en lonjas y es empleada en los llanos para confeccionar cuerdas, lo mismo que el cuero de los bueyes. Los látigos de cuero de manatí son las herramientas más espantosas que se usan para castigar a los infelices esclavos y a los indios de las misiones, que de acuerdo con las leyes debieran ser tratados como hombres libres.
Pasamos la noche frente a la isla Conserva. Mientras caminábamos a la vera del bosque nos llamó la atención un árbol de inmensa altura (22 ni), cubierto de espinas ramificadas. Los nativos lo llaman Barba de Tigre. Quizá pertenezca a la familia de las berberídeas o agracejo. Aquella noche debemos levantarnos dos veces y menciono algunos pormenores porque han de proporcionar tina imagen de esta región agreste. Una hembra de jaguar se acercó a nuestro campamento para hacer beber agua del río a su cachorro. Los indios la ahuyentaron, pero durante un buen rato estuvimos oyendo la gritería del pequeño, parecida. al maullido de un gaytito.
Poco después nuestro gran dogo fue mordido en el hocico por los enormes murciélagos que aleteaban en derredor de nuestros coyes o pinchado al decir de los nativos. El perro lanzó aullidos quejumbrosos tan pronto sintió el mordisco pero no de dolor, sino por el susto que le provocaban los quirópteros al emerger por debajo de nuestras hamacas.
Tales casos son bastante más raros de lo que se supone en el país.
Aun cuando muchas noches dormimos a cielo abierto en regiones donde son tan numerosos los vampiros y otros quirópteros jamás fuimos mordidos por ellos. Por otra parte, su incisión no es peligrosa y el dolor tan insignificante que uno despierta cuando el murciélago ya se ha ido.
Al cabo de algunos días, en particular después de dejar atrás la misión Arichuna, empezamos a ser severamente torturados por los insectos que se nosposaban sobre las manos y la cara. No eran mosquitos de los que tienen el hábito de las pequeñas mosquitas del género Simulium, sino zancudos, si bien muy diferentes de nuestros Culex pipiens. Se aparecen sólo a la hora del ocaso. Su trompa es tan larga que el aguijón pasa a través de la lona de los coyes y de las ropas más gruesas.
Nos aconsejaron regresar a la embarcación y levantar nuestro campamento nocturno en la isla
Apurito, muy cerca de la desembocadura en el Orinoco. Esta parte de la isla pertenece a la provincia de Caracas, en cambio la orilla derecha del Apure, a la provincia de Varinas y la margen derecha del Orinoco a la Guayana española. No encontramos árboles donde colgar nuestros coyes, por lo tanto dormimos en el suelo sobre cueros de buey. Las
canoas son demasiado estrechas y en su interior pululan los zancudos, de modo que es imposible pasar la noche en ellas.
En el lugar elegido para desembarcar nuestros instrumentos la ribera era bastante empinada y allí tuvimos una nueva evidencia de la abulta de las gallináceas de los trópicos. Los hocos y paujíes bajan al río varias veces al día para apagar su sed. Beben
mucho y a intervalos cortos. Una cantidad de estas aves y una bandada de faisanes parracua se habían reunido en nuestro campamento. Les resultaba muy
penoso ascender por la orilla en declive. Lo intentaban repetidas veces sin hacer uso de sus alas. Las alejarnos de nuestro lado ahuyentándolas como ovejas. Los buitres zamuro también emprendieron vuelo a duras penas.
5 de abril. Nos extrañó sobremanera el exiguo caudal que el Apure conduce al Orinoco en esta estación del año. La misma corriente que según mis mediciones era de 265 m en caño Rico, medía en su desembocadura tan sólo 117 Y 156 m. Su profundidad era de 5,8 a 9,7 m. Parte de su caudal lo pierde a través del río Arichuna y del caño del Manatí, dos brazos del Apure que fluyen hacia el Payara y el Guarico. Sin embargo, la mayor pérdida parece provenir de las infiltraciones en las orillas.
Antes de entrar en el Orinoco encallamos varias veces. Los aluviones son considerablemente grandes en la confluencia de los dos ríos. Debimos ser halados
a lo largo de la orilla. ¡Qué contraste entre este estado del río al comienzo de la estación lluviosa, en que los efectos de la sequedad del aire y la evaporación llegan a su valor máximo, y la playa en otoño en que el Apure cual un brazo del mar invade las praderas hasta donde alcanza la vista. Hacia el sud divisamos las colinas aisladas cerca de Coruato. En el este empiezan a alzarse en el horizonte las formaciones graníticas de Curiquima, el pan de azúcar de Caycara y los Cerros del Tirano. Con cierta emoción veíamos por primera vez el espectáculo tan ansiado de las aguas del Orinoco en un lugar tan apartado del litoral marítimo.


13            "Alejandro de Humboldt. "Viaje a las Regiones Equinocciales del Nuevo Continente". Caracas. 1941. Tomo 111.
14          Humboldt. Obra citada. Tomo IV (1942).

Texto: Edgar de Jesús Decanio, San Fernando y sus Pueblos Recopilación I. Julio 2009

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