Cuenta la india Leocadia Valeria, que
hace muchos años cuando en los llanos apureños existían hombres machos y
fregaos de verdad, que luchaban a brazo partío contra un caimán o con un tigre
de pinta menuita y en la noche caminaban diez o doce leguas para mirar y bailar
con la muchacha más bonita de la parranda y tomarse un palo de caña antes de
pararse en la pata del arpa para contrapuntear con el mejor de los cantantes.
Llegó un hombre racional, alto, buenmozo
y muy bien letrao, unos dicen que era de Barinas, otros que venía de Guárico,
lo cierto es que este gallardo señor traía la idea de fundar y quedarse en este
sitio.
Este catire bizarro comenzó por
construir su casa de mampostería, juntó unos indios y peones con los que
levantaron las cercas de alambre, que nunca se habían visto por esos lados. Así
llegaron los días de Semana Santa y justamente el Jueves Santo, ya tenía un
rodeo de ganado cachilapo que habían logrado reunir, pasaban de quinientas
reses y un atajo de bestias que eran la envidia de los vecinos del lugar. Ese
día muy temprano, al clarear el alba, mandó a matar dos reses de las más gordas
para asarlas y buscar los mejores músicos de Elorza para celebrar la fiesta
conmemorando el fin de la faena y la bienvenida de su familia. Se comenzó con
el trabajo de marcar el ganado con el hierro JCV, que indicaba las iniciales de
ese hombre indómito como la llanura, que no respetaba tradición y aún cuando
los hombres no le querían trabajar los tentó a punta de codicia diciéndoles:
“El que trabaje conmigo toda la Semana Mayor le doy cinco morocotas”. En esa
época eso era un rialero y quién con tanto que agarrar se va a negar a
trabajar, con todo y eso algunos se fueron, pero los más ambiciosos se
quedaron.
Juan Constancio Vallesteros, hombre de
tabaco en la vejiga, a las once de la mañana junto a sus peones había logrado
marcar más de la mitad de las reses, justo a la una de la tarde, hora en que
Cristo muere en la Cruz, ya casi terminaban, se encontraron con un toro negro,
con ojos cual llamaradas de fuego, de tal bravura que algunos peones le
tuvieron miedo y fue el mismo quien lo enlazó y tiró al suelo para ponerle el
hierro candente. Al ponerle el hierro a ese altivo animal se produjo un trueno
ensordecedor que aterró la peonada y junto al trueno cayó un rayo que convirtió
todo el lugar en una inmensa laguna de aguas mansas que atraían al verlas.
Cuando llegaron los músicos e invitados para la fiesta sólo se encontraron un
pozo lánguido y tranquilo de aguas que invitaban a entrar en ellas, todos se
preguntaban: ¿Qué pasó en aquel sitio? Fue tanto el susto que todos se fueron
de aquel lugar tan aterrados, sin encontrar alguna explicación para lo que
había sucedido en aquel lugar y desde entonces ese sitio se llama la laguna de
La Yagüita.
Este relato pasó de boca en boca de
muchos cantadores de corrío, cuentan en su canto cómo los indios del lugar no
se acercaban a esta laguna porque es tabú para ellos y la gente del pueblo
decían que esta laguna tiene un encanto; que cuando la miras te atrae como si
fuera un imán y en días de Semana Santa se escucha a lo lejos los bramidos del
ganado, el relinchar de las bestias y los gritos de todos los que murieron,
inclusive los gritos de Juan Constancio Vallesteros, pidiendo perdón a Dios por
no haber respetado la semana de su pasión y muerte.
Nota 1. Emilia Rosa Pulido Díaz: Es una destacada educadora.
Reside en San Fernando de Apure, estado Apure. En su primera
incursión en la literatura alcanzó la Mención de Honor en el I Concurso
Nacional de Cuentos y Relatos: Misterios y Fantasmas Clásicos de la Llanura
"Ramón Villegas Izquiel", organizado por la UNELLEZ-San Carlos
(1998).
Nota 2. El presente texto fue
publicado en: El Llano en voces. Antología de la narrativa fantasmal
cojedeña y de otras soledades, editado por la Universidad Nacional
Experimental de Los Llanos Occidentales "Ezequiel Zamora" (San
Carlos, 2007), bajo la compilación de Isaías Medina López y Duglas Moreno.
letrasllaneras.blogspot.com
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