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jueves, 25 de junio de 2020

EDWIN MADRIGAL





EDWIN MADRIGAL


Cuando un buen dia de aquel 1948, Edwin Madrigal aterrizó en el aeropuerto Grano de Oro de Maracaibo, proveniente de Costa Rica, traía en su mano una pequeña maleta de madera que tenía en su interior una colección de tubos arrugados de pintura de óleo, varios pinceles y espátulas y una hermosa paleta de pintor cubierta de amorfas manchas multicolores que el tiempo y el trabajo laborioso había plasmado en su superficie, como evocando cada uno de los episodios de miserias y alegrías que acababa de cerrar en su tierra natal. Hasta hace poco los restos de ese desvencijado maletín deambulaban por casa negándose a cerrar historias.

De Maracaibo, emprendió a los días, el viaje a una Caracas que todavía estaba conmocionada por dos acontecimientos que mi padre tardó en asimilar: el derrocamiento de su admirado Rómulo Gallegos y la enorme algarabía por el triunfo mundial de Venezuela en un lejano deporte del que sólo había oído hablar de boca de los gringos, pero el cual poco después asimiló con pasión, como todas las nuevas costumbres de su nueva patria.

En su viaje terrestre en un destartalado autobús, pernoctó la primera noche en Valera, dónde al parecer un coterráneo le dio una referencia que le valió su primer trabajo en la capital. Su empleo de dibujante en la Publicidad Miralejos, ubicada en La Candelaria lo llenaría de orgullo, no por lo que en ella devengara, sino porque, como se lo comentó a la abuela Margarita en su única visita a Venezuela en el año 1951, su sede estaba en el edificio más alto de Caracas en esa época, el edificio Venezuela que ostentaba diez pisos de altura.

Poco duraría sus días de improvisado publicista en esta nueva tierra. Mi padre no sólo albergaba en su interior los recuerdos del hambre y la miseria de su reciente juventud, sino el germen de una embarazosa enfermedad que recientemente había acabado con la vida de su díscolo hermano Francisco, el desadaptado de una prolija familia de siete hermanos. Ese germen era, probablemente parte de su equipaje junto a la maletita de pintor.

Fue así como el destino lo confinó a los predios del recién inaugurado Hospital Antituberculoso de El Algodonal, dónde mi futura madre lo visitaría para mitigar su soledad. Se habían conocido en su ciudad natal y el destino los había cruzado de nuevo en esta tierra dónde el mene abría caminos para los extranjeros con una extraña pero avasallante velocidad.

No todo había sido hambre y miseria en su pasado tico. Mi abuelo Alejandro fue propietario de una próspera fábrica de refrescos y siropes hasta que la debacle mundial de 1929 acabara con su vida. De esos días de gloria, mi padre evocaba el día en que Alejandro Madrigal apareció con aquellas esencias multicolores recién llegadas de Leipzig, que tornaban el agua corriente en increíbles refrescos azucarados, como cuando el gitano Melquiades por primera vez llevó el hielo a Macondo, impresionando para siempre la memoria de Aureliano Buendia. O como el cinematógrafo dorado que una navidad llegó a la casa para maravilla de los siete hermanos nacidos de la unión con Margarita Lizano en la pequeña ciudad de Heredia.


A mi padre le tocó la tarea de vigilar la última paila de sirope que la fábrica pudo producir ante la quiebra inminente que provocó el infarto fulminante del abuelo Alejandro. Edwin, el niño, inconsciente de la situación, se dejó subyugar por sus compañeros de juego y abandonó  momentáneamente la custodia de la enorme olla que bullía. Cuando regresó, la sustancia azucarada se había derramado. Era el último saco de azúcar. Fue el fin de la fábrica de refrescos Bolívar. La última esperanza de la familia se derramó sobre sus hombros dejando en su conciencia la brutal bofetada de un destino que comenzaba a mostrarles el lado feo de la vida. Mi padre nunca más soportó la presencia en su piel de ninguna sustancia azucarada. La cercanía de un niño comiendo una golosina o lamiendo una chupeta lo desesperaba hasta el horror. Era el horroroso rostro de la miseria que lo acusó hasta su muerte de la debacle familiar.

Acosada por las deudas, la familia se veía obligada a mudarse constantemente, pero el hambre, los terremotos y los catres infectados de pulgas los acompañaban a dónde iban. Una noche, un vecino piadoso consciente de la desesperante situación de una viuda abandonada a la inclemente responsabilidad de alimentar siete juveniles bocas, le deslizó debajo de la puerta un billete de diez colones. La abuela Margarita, emocionada por lo que sus ojos veían, empezó a encender la lumbre de la cocina mientras pensaba en los ingredientes que mandaría a comprar para la sopa que amortiguaría el hambre de sus críos. Pero en su nerviosismo, el billete fue a parar al fuego recién encendido. El frío característico de Heredia se hizo esa noche más punzante para los estómagos de los Madrigal Lizano (1).

Hacia 1956, la vida pone a mi padre y su reciente familia, en Apure dónde mi tío Mario, un abogado recién llegado de Brasil, dirigía una institución educativa dependiente del Consejo Venezolano del Niño. A pesar de las penurias de su juventud, Edwin Madrigal se ha de recibir de docente en la Escuela Normal de Heredia y sería el “Profesor Madrigal” hasta los últimos días de su vida. Más tarde sería director del internado de varones “Raúl Cuenca” de Maracaibo, en pleno régimen perezjimenista. La lucha contra la dictadura lo apasiona y en más de una ocasión participa activamente en la actividad de calle. Recuerdo claramente la bulliciosa madrugada cuando, jubiloso, me hace presenciar por la ventana del baño de nuestro apartamento de Caracas, el vuelo rasante de “La Vaca Sagrada” que trasladaba al dictador a Santo Domingo.

En 1961, siendo Director del Albergue de Varones No.1 del CVN, estrenamos un flamante Dodge Valiant con un épico viaje por Venezuela que comenzaría en la isla de Margarita. A una hora y media de haber salido de Caracas, mi padre señaló una población que se escondía entre flores de caña brava: “es el pueblo de Guatire, dónde nació Rómulo”. Rómulo Betancourt influenció sin duda alguna el pensamiento de Edwin Madrigal, cuando tuvieron la oportunidad de interactuar en su natal Heredia, dónde el futuro presidente era un refugiado político, con claras ideas comunistas. Allí tendría una hija, Virginia, de la unión con la herediana Carmen Valverde, futura primera dama de su nueva patria. Cuenta mi padre que Virginia tuvo como cuna una caja de manzanas, tal era la estrechez del exilio.

Las paradojas del destino hicieron que ya siendo Rómulo presidente de un país en ebullición por el alzamiento de la guerrilla comunista en contra de un jefe de estado que había cambiado radicalmente su pensamiento político, mi padre seguía fiel a la utopía bolchevique de justicia e igualdad social. Y en una noche de Diciembre la DIGEPOL, policía política, tocó la puerta de mi casa preguntando por mi madre. Se la llevaron inmediatamente. Mi padre siguió sigilosamente a la comitiva. Desde una ventana del edificio donde la recluyeron, en plena avenida Fuerzas Armadas, mi madre deslizó un papelito: “comunícate con Carmen Valverde..!” Al día siguiente, mi padre visitó “Los Núñez”, entonces residencia presidencial y por primera y última desde su llegada a Venezuela, vez tuvo contacto con la familia Betancourt Valverde.

Mi padre destruyó un retrato que estaba haciendo de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta de la historia. Yo fui trasladado a casa de los Chávez Molina, hasta la reaparición de mi madre, una semana después
.
A pesar de este accidente, el Albergue de Varones representó un hito importantísimo en la vida de Edwin y Nora Madrigal, por el prestigio que la institución acumuló durante su dirección. Un joven diputado, Rafael Caldera, en visita a la institución le preguntó a mi padre sobre el último instituto que había dirigido. –El internado rural Fray Buenaventura Banaocaz en Biruaca, estado Apure, respondió mi padre. “Biruaca – San Fernando”, recordó Caldera. “Los único siete kilómetros asfaltados del estado Apure…!”. En más de una ocasión ese trayecto era cubierto por los inclementes desbordamientos del rio Apure y los traslados hacia el internado de Biruaca, se hacían en canoas. Allí, publicaría mi padre “Juan Cachama” una modesta pero significativa publicación sobre la vida de sus muchachos, muchos de los cuales lo visitarían en su ancianidad con nobles gestos de agradecimiento.


Apure volvería a ser su destino. El embrujo del llano infinito impresionaría para siempre un espíritu acostumbrado a la estrechez de las sombras.

En San Fernando de Apure, la Papelería Giraluna fue en sus inicios, uno de los mejores establecimientos de esa polvorienta y calurosa población llanera. La familia pensó no sin razón, que un negocio de esa índole era perfecto para las indudables pasiones artísticas de Edwin y a su fundación destinaron todos los ahorros. No obstante, mi padre nunca fue un comerciante. Su espíritu absolutamente idealista lo llevaba por caminos muy poco orientados al lucro. Era realmente Nora Madrigal, mi madre, la que con su noción pragmática de la vida convirtió a la “Giraluna” en un proyecto de vida. Mientras vivió.

En el primer diciembre de la “Giraluna”, mientras mi madre calculaba costos, recibía mercancía y lidiaba con proveedores, mi padre se dedicaba a la construcción de un enorme San Nicolás de papier mache que estaría sentado en el techo del  negocio y sus botas llegarían a la puerta de entrada. Una pareja de “vegueritos”, a todas luces provenientes del interior del estado, contemplarían embelesados el enorme esperpento rojo mientas comentaban: “vieja, ya no jayan más que inventá..!”

Fue con posterioridad a la muerte de mi madre, en 1972, cuando mi padre inicia una tardía carrera literaria. A Nora, la trabajadora incansable la venció la fatiga transmutada en un cáncer que acabó con su existencia en menos de un año. Inmediatamente después comenzó la lenta debacle económica que mi padre, como el avestruz, obviaba refugiándose en una intensa actividad cultural que le valió el reconocimiento genuino de su comunidad. Era como si el cultivo de las letras le permitiera compensar los baches que la conciencia hurgaba en su interior por su incapacidad para los incomprensibles menesteres de la vida material.

Pero Edwin no sólo fue un buen jardinero de las letras y la pintura. Era un extraordinario labrador de la amistad, y los frutos se daban vigorosos por doquier con enorme facilidad. Una vez, durante un viaje a Paris, dejo sólo a mi padre en el Palacio de Versailles, con la promesa de recogerlo unas seis horas después en un punto acordado del enorme jardín. A mi retorno lo encuentro charlando amenamente (mi padre hablaría a lo sumo unas diez palabras de francés) con un jardinero del Petit Trianon, sobre el cuidado del Castaño. Tal fue la empatía entre los dos viejos, que al encontrarlo de nuevo en el tren de regreso a Paris, el buen hombre se empeñó en que mi padre debía acompañarlo hasta su casa a degustar un aguardiente de pera y así conocer a su familia, gesto éste totalmente atípico en un francés intoxicado con la diaria presencia de extranjeros de todo el orbe.

Hacia el año 1973, Edwin estrena una nueva casa, con nuevos integrantes. Su nueva familia apureña, de modesta estirpe y corazón generoso, lo acompañará hasta sus últimos días. Pero la “Giraluna”, único sustento familiar, sigue en picada hasta transformarse en un destartalado recuerdo de lo que alguna vez fue. Edwin es el renombrado columnista del periódico La Idea y publica su primer libro, “El Reloj de Jeremías”, cuya portada me pide diseñar. Hacia el año 84 el fantasma de la angina de pecho que se había llevado al abuelo Alejandro unos cincuenta años atrás, lo acecha y se cree perdido. Lo sacamos en un avión privado hacia Caracas, tal era su frágil estado. Allí lo esperaría el Dr. Alexis Bello, quien practicaría en su malograda humanidad una de las primeras operaciones de By Pass coronario que se realizarían en el país. La ciencia le regaló entonces un boleto con treinta años más de fructífera vida. Probablemente porque mi padre creía en la ciencia y el hombre de la misma manera que otros abrazan las creencias sobrenaturales como nutrientes del alma.
Carlos Andrés Pérez era presidente por segunda vez. A mi padre se le ocurrió en ese tiempo organizar un homenaje en Apure a su paisano y premio Nobel de la Paz, el expresidente Oscar Arias. Es así como en una calurosa tarde, Don Oscar compartió con la familia unas tortillas costarricenses en el patio de la modesta casa de Edwin Madrigal, ubicada en San Fernando 2000. Afuera en el pueblo en medio de un desfile cívico, lo esperaba un Carlos Andrés que acusaba los moretones causados por un desconocido teniente coronel que se había levantado en armas contra su gobierno. Carlos Andrés aterrizó con su helicóptero en pleno Paseo Libertador de San Fernando para llevar de regreso a Caracas a su amigo Oscar Arias. A Carlos Andrés lo acompañaba como edecán el coronel Romell Fuenmayor, mi amigo personal, con quien me reuniría una semana después en un restaurante de Caracas a escuchar de primera mano los detalles de la rebelión que le tocó enfrentar en palacio el 4 de Febrero de 1992 y que intentó acabar con la vida del presidente, inaugurando de esta manera un nuevo y trascendental capítulo de nuestra historia.

No me resultó extraño que Edwin Madrigal se dejara subyugar por los eflujos justicieros del nuevo líder. Total, el idealismo marxista formaba parte de sus convicciones de juventud y muchas veces los sarampiones juveniles resultan incurables, a pesar de los fracasos prácticos de las utopías políticas que recién se habían derrumbado. El proyecto bolivariano le insufló nuevos bríos e increíblemente se transformó en una especie de fluido vital que le permitió, hasta pasados los 91 años, superar muchos de los achaques propios de la ancianidad.

La ceremonia de despedida de Edwin Madrigal, en enero de 2009 fue una emocionante muestra de la amistad cultivada en una comunidad de gente sencilla y franca que lo rodeó de cariño hasta el último de sus días. No hubo candelabros fúnebres, ni rezos, ni urnas. Fue una tarde pletórica de poemas, de música, de expresiones hermosas, de lágrimas sinceras. Ya cayendo la tarde, sus cenizas fueron esparcidas en ese gran río que formó parte de su cotidianidad. Cientos de pétalos de rosas se posaron en las aguas, como mariposas desmayadas. Muy probablemente, algunas de sus cenizas llegarían al Atlántico y por qué no, a las costas de su natal Costa Rica la cual palpitó en su corazón hasta su último suspiro.



(1)     La verdad es que yo nunca he estado seguro de que este episodio realmente haya sucedido, pero el mismo forma parte en forma reiterada de los cuentos y relatos de Edwin Madrigal, por lo que el carácter autobiográfico parece evidente.



Reproducimos textualmente los conceptos que sobre Edwin Madrigal aparecen en una de sus obras, Confesión y testamento de Judas Iscariote: "Educador eminente, llega a Venezuela en el año 1948, procedente de Costa Rica, su país natal. Aquí se especializa en el tratamiento de menores de conducta irregular y desempeña, sucesivamente, los cargos de director del Internado rural de Biruaca, en el Estado Apure; director de la Unidad Raúl Cuenca, de Maracaibo (casa de observación, albergue e internado), y director del Albergue de San Bemardino, en Caracas, instituto piloto del Consejo Venezolano del Niño (hoy INAM).
Su paso por estos planteles está signado por obras muy significativas. Además de educador, Edwin Madrigal es pintor, escritor y poeta. En 1963, por razones políticas, se ve obligado a abandonar la docencia y se traslada a San Fernando de Apure para instalar un negocio de libros y papelería. Se aleja de la pintura para incursionar de lleno en la literatura. Escribe cuentos y relatos de actualidad para periódicos y revistas".
Además de la presente obra, He visto caer 'las hojas, Edwin Madrigal tiene publicadas: El reloj de Jeremías, Villancicos  apureños,  Cuentos  de  dos  patrias  y  Confesión y testamento de Judas Iscariote. Inéditos: De Apure con humor, Culturas pre hispánicas de México y Goyito (novela).         ,
Los siguientes reconocimientos premian la labor cultural de Edwin Madrigal: Orden Ezequiel Zamora, otorgada por el rectorado de la universidad Ezequiel Zamora; Sol de Apure del Comando 6 de la Guardia nacional;  Orden Rómulo Gallegos, de la Gobernación del Estado Apure; Mención Columnista de Opinión, del Municipio San Fernando; Orden Ciudad de San Fernando, segunda clase y Orden Ciudad de San Fernando, primera clase, de la Alcaldía  también de San Femando de Apure.

Textos tomados de:
Libro He visto caer las hojas de Edwin Madrigal

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