LA TRAMPA.
(Cuento)
Los senderos
tupidos de pajonales, eran atravesados con diligencia obstinada, por un grupo de jinetes,
que avanzaban inexorablemente hacia la meta calculada. Los caballos de vez en cuando
se encabistraban en la espesura de
la maleza. Los cabalgantes de trecho en trecho se desmontaban y guiaban sus
bestias por la bridas. El avance era
lento pero pertinaz.
La hora avanzada del día, presagiaba una jornada penosa. Las cabalgaduras iban cargadas de cansancio. Todo parecía
indicar una calamidad
inminente a cada paso del camino.
Eran exactamente las seis y treinta de la tarde, cuando el grupo de jinetes pisaba un duro y enterronado banco de sabana; que les
auguraba una nueva jornada sin las dificultades de la anterior. La sabana languidecía y se disponía al descanso, que le depararía el silencio y la quietud de la noche, llena de un enjambre de luceros, en la gran bóveda del firmamento del llano inmenso. Eran cinco los jinetes que rumbeaban
por la llanura solitaria. Todos jóvenes, no mayores de 30 años, de contextura robusta, si se quiere
atlética. Hombres
probados en las vicisitudes de la vida, talentosos en los avatares de sus aventuras. Completos, como se entiende
a un llanero de prosapia.
En
la mente de éstos cinco jinetes había una sola imaginación: la misión que deberían cumplir
a una hora determinada
de la mañana de ese día; salvo contratiempos imprevistos ajenos a sus voluntades. Lo que significaría tener que esperar 24 horas más, para poder dar cumplimiento a lo pautado. A medida que avanzaban por
los senderos ennegrecidos por el gran manto de la noche; se escuchaba
el eco del trueno lejano, secundado de
un zigzagueante relámpago que iluminaban a intervalos la sabana dormida. Unos nubarrones espesos
·borraron del cielo la infinita población
de luceros. Los caminos se perdieron. La sabana
se hizo un gran crespón
negro. Alguna que otra estrella se asomaba
por estrechos espacios que dejaban las renegridas nubes; prontas
en convertirse en
torrenciales gotas de lluvia. La intuición de los jinetes
y la
veteranía de los caballos; eran los cabestreros mudos en
la densa oscuridad.
Eran exactamente las tres
de la mañana, cuando el grupo de jinetes
distingue las luces del hato. Era una luz vacilante, mirada
a través dela fuerte lluvia.
Posiblemente era un farol a gasolina,
o una lámpara a kerosén o un velón de cebo o el humo del chiquero
becerro, que se veía así. Toda esta observación se hacía desde una mata cercana al hato, a una distancia
no mayor de trescientos metros.
Habían transcurrido exactamente treinta
minutos, cuando se decidió quien de los cinco, llegaría
hasta la ventana del viejo
dueño del hato. «Fue una decisión democrática y por unanimidad». El escogido partió del grupo sobre su caballo, amparado bajo la fuerte lluvia que
se precipitaba a cántaros. La noche seguía tan oscura como las fauces de un lobo. Dos o
tres relámpagos le sorprendieron tanto, que pensó regresar corriendo por temor a ser visto a distancia, a causa de la iluminación que proyectaba el fenómeno eléctrico. Llegó al palenque, bajó de su caballo
y lió la falceta en la cabeza
de un estante. Todo era silencio. No habían
perros. El fuerte
resollar e unas vacas echadas
en el piso del Galpón - Vaquera contiguo a la becerrera, le molestaron sus tensos nervios. Cuando se encontró en el interior
del patio del hato, escucho a alguien
que tosía. Su corazón
latía desenfrenadamente. Se dirigió a la ventana
del viejo. Había una luz dentro del cuarto, parecía
que a esa hora leía; algo hacía sombras como las hojas de un libro que tapan alguna salida de luz momentáneamente al hojearlas.
Manoseó la cacha del Smith & Wesson 38 muy diligentemente y seguro
de sí mismo; lo tomó
con la diestra en posición de disparo. Próximo
al primer palo de la ventana, pudo escuchar el tic-tac
de un reloj despertador. Los músculos de la cara se le hacían
duros. Su corazón latía más fuerte.
Sus articulaciones crujían.
Sudaba intensamente a pesar de la lluvia. Muy
pegado a la ventana asomó media nariz y un ojo, para
quedar perplejo, el viejo
no estaba. La cama mullida
y una mariposa grande revoloteaba alrededor de un farol encendido. Una claridad repentina a sus espaldas, le hizo dar media vuelta,
se petrificó. iMayor
confusión!, mayor sorpresa; al ver a sus cuatros compañeros en compañía del -viejo dueño del hato. El viejo le apuntaba con una carabina
FN-30, el viejo le disparó
y lo liquidó. Se cobraba
una deuda, una deuda que se cobra con plomo,
habían intereses heridos
y orgullos mancillados.
Al llanero no se lo humilla.
Allá en la lejanía aulló un perro con tristeza,
un gallo en el taparo
gallinero dejó escapar un agudísimo ruido de
malos augurios.
Textos tomados de Sabaneando mis recuerdos de Ramón
Oviedo
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