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martes, 13 de octubre de 2020

MANUEL PADILLA HURTADO

 



“EL CALCULISTA GUASDUALITEÑO”

Breve exordio.-

Ya han pasado unos cuantos abriles, desde que nuestras manos palparon el bosquejo de un trabajo de grado de la autoría de una entrañable amiga estudiante de la carrera de ingeniería de la Universidad de Los Andes, rectoría de Mérida, esto para sugerencia metodológica. De portada dura y con el logo de la ULA, a priori se prejuzgaba de excelente temática y contenido, ya en el otear apreciaríamos el nombre del tutor, el cual se prescribía como: Ing. Manuel Gerónimo Padilla, al consultar a la tesista sobre el valedor orientador, nos 

enteraríamos que era originario de Guasdualito, lo que nos motivó aún más a prestar nuestra colaboración desinteresada. Años después, al visitar con mi apreciado y recordado amigo Exer Fulco, la solariega casa La Estación, recibiría como obsequio del almirante Miguel Padilla el texto Identidad del Guasdualiteño, de escritura conjunta con su hermano, el ingeniero Manuel. Nos fue imposible conocer en vida a este digno alto apureño estudioso de la ciencia constructora, sin embargo, a través de la lectura de algunos de sus aportes bibliográficos, lo consideramos y valoramos como un hijo insigne de nuestro pueblo, merecedor de gratitud y reconocimiento por enaltecer el gentilicio fuera de nuestros lindes con hechos perceptibles. A continuación un conciso epítome vital del referido.

RESUMEN DE VIDA.-

Nace este meritorio guasdualiteño en el apacible y pastorial Guasdualito, el 07 de enero, de 1927, en el hogar conformado por Francisco Miguel Padilla y Carmen Cecilia Hurtado. En su lar, en la Escuela Federal Aramendi asimila de la preceptora Inesita Pérez las primeras sapiencias, su hermano el nauta Miguel lo rememora de la siguiente forma: “vivió su infancia en nuestro pueblo con toda intensidad y, supo asimilar a plenitud la identidad del guasdualiteño; de niño fue becerrero, ordeño vacas, vendió leche, se venía en burro desde El Tambo, arrió ganado desde la sabana hasta La Manga y disfruto junto a sus amigos de infancia del Guasdualito de ayer”.

Concluido el ciclo de primaria es enviado a la ciudad capital de Caracas, a cursar estudios de secundaria en Liceo Andrés Bello, en donde se gradúa de bachiller. Regresa a su tierra para meses más tarde trasladarse a la villa de Mérida, con el fin de cursar estudios de ingeniería civil en la gloriosa Universidad de Los Andes (ULA) obteniendo el título en 1950. Por su intelectualidad y desempeño es empleado por la misma universidad como docente en el paraninfo, lo cual cumple a cabalidad; posteriormente es enviado a los Estados Unidos a efectuar su posgrado en estructuras y resistencias de materiales. Retorna al claustro académico para dedicarse a tiempo completo a la docencia y formación universitaria, labor que cumpliría ininterrumpidamente durante cincuenta años, ganándose el aprecio sincero y la alta valoración de la comunidad universitaria y de la ciudadanía. Ejerció como decano de la Facultad de Ingeniería, siendo fundador de varias cátedras, entre ellas: ingeniería eléctrica, mecánica y sistemas; además de esto, amplió su currículum como Representante profesoral ante el Consejo Universitario, Co-fundador del Centro Interamericano de Agua y Tierra, Residente Accional de Profesores de Ingeniería, Director de Programa de Expansión ULA-Banco Interamericano de Desarrollo, Vicerrector, entre otras responsabilidades.

En el aspecto familiar entrò en estado con Aura Ramírez, con quien compartió casi toda su vida, procreando una digna descendencia de seis hijos, siendo igualmente padre de un hijo radicado fuera del país, competitivos y fructíferos todos, se radicarían en la quinta El Manantial, calle 41, mejor conocida como La Casa de Cielos Abiertos, especial calificativo ganado por su generosidad y apoyo a muchos de sus coterráneos, dicientes y jugadores profesionales de Argentina, Uruguay y Colombia, los cuales alojaba con agrado y atención. Este exigente Imhotep guasdualiteño fue considerado en su tiempo como uno de los mejores calculista del país, cuyos conocimientos quedaron insertos en obras de envergadura como el viaducto merideño, la plaza de toros y la Iglesia La Azulita, así como en múltiples y complejas infraestructuras estadales y nacionales. En otra faceta, fue un apasionado del deporte general, muestra de ello es que fue un practicante consumado de tenis, aficionado al maratón y al balompié, fundador y presidente vitalicio del equipo Estudiantes de Mérida, conjunto que hizo vibrar y llenar de emoción y satisfacción al pueblo merideño. Parte del mundo tangible el 02 de febrero de 2006, dejando un considerado legado de vida, tanto personal, familiar como profesional. Su hija María Claudia lo evoca de la siguiente forma: “Manuel fue un poeta que amó la lectura y a su patria, un deportista en potencia, un amante de la amistad, un padre ejemplar, era un roble, brillante, silencioso, de ideas únicas…”

En sus memorias escritas el calculista describe con sencillez mágica al pueblito de cuatro calles de tierras que sus pies caminaron y que en lomos de mostrencos visitaba en labores y faenas, leamos parte de ellas: “Fue en aquel Guasdualito, la Calle Real, la más importante, con sus grandes casas con techo de cinc; cada esquina con su nombre. La Elías Galvis, era la primera, había allí una bodega con su pipa de guarapo fuerte, empanadas de guiso, arepitas dulces, tabletas de coco con panela o azúcar, los ricos nísperos de leche. Era mi parada obligatoria, al regreso de la dura tarea de vender leche detallada, a veces a locha o a medio el litro, cuando estaba cara. Seguía la esquina de don Juan Laporta, un inmigrante que relevó directamente en el pueblo, estableció raíces familiares, de donde nacieron varios hijos, “tan criollos como la conserva de coco” que no llegaron hablar ni pizca de italiano. Don Juan fue un personaje muy importante, monto un negocio (tienda) muy grande, en variedad y calidad de los artículos: sombreros borsalinos, pelo de guama, telas, bayetas, municiones, etc, fue por mucho tiempo el proveedor de los grandes hatos. Seguía la esquina de los Braidis, también con su buen negocio, artículos importados de Alemania, fueron los agentes de la Venezolana de Navegación, a la cual pertenecían los vapores que llegaban por el río. Venia la botica, que abría hacia la calle que remataba en el cuartel, esta es la farmacia en la actualidad, se terminaba en la de don Daniel García, con su casa de dos pisos. La calle real alargaba su brazo hasta el río, por un terraplén reconstruido por el jefe civil Antonio Rivero Vázquez, probablemente en el 33, allí se habría una corta calle, especie de puerto, con el nombre de El Gamero, con sabor alegre y de cierta tentación, la llegada de los vapores con su impresionante anuncio de pitos estruendosos. En ese pequeño pueblo fui escuelero y lechero, aquella leche que mamá me media con rayita falla y con espuma, que muchas veces derramaba al despacharla, y cuya venta casi nunca me cuadraba con la recibida, se daba la circunstancia que al final de la 

faena debía reservar un litro para una cieguita, doña Camila, quien por toda compañía solo tenía a Julia, media paralitica y casi sin habla; para cumplir con la entrega tenía que recurrir al agua de su bomba para completar el litro, y un día me dijo la cieguita: “caramba, la leche si ha salido clara”, muy rápidamente le contesté: no, es que las vacas están recién paridas, y por eso la leche esta clarita”. (sic)

Ha sido para quien escribe estas líneas un honor el haber recopilado parte de la fructífera vida de Manuel Gerónimo Padilla Hurtado, un hijo bueno de un pueblo bueno, esperando en lo contiguo del cronos observar su clisé, así como el de muchos guasdualiteños con huella en el proyecto Los Hijos de Guasdualito. Honor a quien de verdad honor merece.

AUTOR: ALJER EREÚ

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