YO VIDE UNA GARZA MORA DANDOLE COMBATE A UN RÍO
Travesía Décima Segunda: Desde El Guyabo hasta El Yagual
Ruta de la Pluma de Garza, el Cuero y el Queso Llanero.
En los lomos de Bongo Tigre, esa embarcación que parecía domar las aguas como un felino de río, José Manuel Castillo y su tripulación se desprendieron esa mañana del rancho El Guayabo, donde la noche anterior habían dormido bajo el cielo estrellado de ese lugar del Cajón de Arauca.
Ya eran las cuatro de la tarde cuando, tras sortear las vueltas de Los Mangos y El Luquero, divisaron a lo lejos casas encogidas, como si el frío de las madrugadas de los días de diciembre las hubiese sorprendido sin cobija. A medida que se acercaban, las casas se estiraban, se volvían nítidas, y así, como quien despierta de un sueño largo, llegaron al pueblo de El Yagual, que se asomaba orgulloso al margen del río Arauca.
Allí estaban casas y negocios como La Abnegación, propiedad de María Lourdes Castillo, una matrona conocida y familiar lejano de Jose Manuel, además de comercios legendarios como los de: Comercial Arauca, La Juliera propiedad Julio Utrera, La Muñosera de Carlos Muñoz, y La Cueva del Sapo de Manuel Mendez.
Treinta días habían pasado desde que partieron de San Fernando de Apure, en una madrugada que apenas clareaba. Treinta días de río, de brisas, de historias y aventuras tejidas entre palancas, espadilla y silencios. Desde el puerto de escalinatas de El Guasimito, se habían despedido de los suyos, con abrazos largos y promesas de volver. Habían navegado cientos de kilómetros: primero aguas abajo por el río Apure, luego venciendo aguas arriba el majestuoso río Orinoco, y ahora remontando el río Arauca, hasta alcanzar el Medio Apure con sus modestos sesenta y siete metros de altura sobre el nivel del mar.
La mitad de de los pasajeros de Bongo Tigre tenían como destino final El Yagual. José Manuel, patrón curtido por el sol y los aguaceros, decidió dar tregua a sus agotados bogas: tres días de descanso para todos, tres días que le permitirían resolver asuntos pendientes y reencontrarse con memorias y secretos que estaban en su corazón, que las corrientes de los ríos no había podido borrar.
José Manuel se hospedó en casa de doña María Lourdes Castillo, mientras los bogas y otros viajeros se repartían entre casas de conocidos o en el único hospedaje formal del pueblo, el Hotel Arauca, regentado por el excéntrico Juan Del Moral.
Esa tarde la cena fue un festín decembrino: hallacas con sazón de leyenda, preparadas por las manos diestras de doña María Lourdes. Al caer la noche, José Manuel colgó su chinchorro en el corredor de horcones de palo, frente a al patio interior de la casa, sembrado de matas ornamentales, medicinales y especias comestibles que perfumaban el aire con los olores ancestrales del cilantro, cebollín, orégano y ají. Durmió como un rey, como si el descanso le hubiese sido negado durante mil y una noche.
Antes del alba, ya estaba en pie. Tomo dos baldes metálicos sosteniéndolo con una vara al hombro, fue hasta la costa del río que quedaba muy cerca de la casa, los llenó y regresó para bañarse con esas aguas del Arauca que aderezo con unas cuantas gotas de Creolina y jabón de tierra, para despercudirse de piojos, garrapatas, coloraitos y todo “bicho de uña” que se le habían pegado en los ranchos de su larga travesía fluvial. Busco en su capotera el liquiliqui de dril color caqui, las alpargatas de suela villa curense, el sombrero de fieltro marrón oscuro, se vistió y se perfumó con agua de olor, la que compró en la casa de los Hermanos Lleras Codazzi, marca de ricos, lujo que se permitió dar aunque costara un sacrificio.
Sin esperar el desayuno, salió a recorrer ese pueblo de tres calles, visitó los comercios recién abastecidos por el vapor Arauca, que hacía menos de un mes había atracado en el pueblo. Compró las provisiones para cuando continuará su viaje hacia Elorza, Puerto Infante, El Amparo y La Victoria. Pero su verdadero propósito secreto en El Yagual aún no se había cumplido.
Pasó por la Plaza Bolívar, cruzó la calle donde estaba ubicada la Casa de Madera, de Felipe Mirabal, y llegó al puente que dividía el pueblo en dos mitades. Ese diciembre, el caño estaba casi seco, pero en invierno se desbordaba, era en esa temporada cuando aquel humilde puente de madera se volvía indispensable.
Mientras cruzaba el puente, pensaba en la Casa de Madera, única en su tipo, de dos pisos, con techos, paredes y pisos de tabla. Distinta a las demás casas que abundaban en el pueblo, que usualmente tenían paredes hechas con varas de píritu recubiertas de barro mezclado con paja, sostenida con vigas de anoncillo y horcones que hacían de columnas, techo de guafa cubierto con paja de vetiver y con piso de tierra apisonada.
Al otro lado del puente, apareció una casa blanca pintada con cal, con una puerta azul y dos ventanas. Era la casa de Betulia Santana. José Manuel se detuvo frente a ella, con el corazón apretado. Tocó una, dos, tres veces. A la cuarta, se abrió la puerta, y allí estaba ella: Betulia, ahora ya vieja, pero aun así radiante, hermosa, con la dignidad intacta de quien ha vivido para servir a otros. Para él, era la mujer más digna y buena moza del llano: piel canela, figura espigada, cintura apretada, caderas redondeadas, ojos grandes y negros, cabellera negrisima y rizada como las olas del río.
Y como siempre cuando la veía, no podía evitar tartamudear. El amor siempre le jugaba esa mala pasada de enredarle la lengua y hacerle un nudo en la garganta.
— Hola Be-Be-Be Betulia. ¿Co-Co-Como te ha ido? — Pero el no se avergonzo. Sabía que ella entendía que su torpeza era producto de su amor puro y del bueno.
Betulia lo recibió con respeto y afecto y lo condujo al patio fresco afuera, bajo los árboles de mango, mamón, níspero y ciruelo. Hablaron y rieron como tantas veces lo hacían. Veinte años de tertulias, de propuestas de matrimonio de intentos de noviazgo, que ella rechazaba una y otra vez con firmeza, alegando la promesa que le había hecho a su madre y a su padre antes morir, de criar y sostener a sus nueve hermanos menores hasta que se hicieran hombres y mujeres de bien. Ella no se había casado y nunca había tenido marido, al punto que la gente del pueblo, hacía ya algún tiempo, habían comenzado a llamarla, “Niña Betulia”. Sin dudas era una mujer de sacrificios.
Él, un hombre de infortunios, viudo desde joven, desde los diecisiete años de edad cuando su joven mujer, de embarazo primerizo, murió junto con su hijo por un mal parto. Eso lo convirtió en un hombre amargado que solo el amor por Betulia pudo cambiar.
Durante todas esas mañanas, José Manuel se dedicaba a visitar y conversar amenamente con familias amigas del pueblo, como los: Garbi, Croquer, Mirabal, Arteaga, Figueroa, Del Moral, Mendez, Montilla, Salerno y otras muchas familias cuyos apellidos se han perdido en el tiempo e inclusive tejió nuevas amistades con familias que antes no conocía como los: Echenique, Yapur y Gracia.
Pero las tardes, las tardes eran sagradas: eran para Betulia. Luchó con palabras y ternura para convencerla de que se casaran y se fueran a vivir a Cunaviche donde él tenía habitación. Ella le confesó que ciertamente estaba a punto de cumplir su promesa de terminar criar a sus hermanos, solo quedaba con ella su hermana menor, próxima a casarse en Semana Santa en en el vecino pueblo de Guachara.
Y entonces, fue en esa última tarde cuando Betulia le dio la esperanza que él había esperado por tantos años:
—Yo deseo y quiero casarme contigo —le dijo—. Solo te pido que me des el tiempo para que mi hermana menor celebre su matrimonio y así yo cumpla, totalmente, el juramento que le di a mis padres de proteger y criar a mis hermanos menores.
Al anochecer, se despidieron. Y después de veinte años de cortejo, José Manuel logró por fin besarla. Un beso que le supo a buñuelo con miel de arica: suave, dulce, inolvidable.
La mañana siguiente se iluminó clara y tibia sobre El Yagual, como si el sol supiera que aquel día marcaba el reinicio de una travesía legendaria. A las siete en punto, Bongo Tigre volvería a rugir sobre las aguas, cargado de sueños, provisiones y esperanzas. Los pasajeros que abordaban rumbo al Alto Apure subieron con sus bultos, sus historias y sus silencios. Los bogas, curtidos por el río y la vida, tomaron sus puestos en la proa y los bordes ampliados del bongo, con la solemnidad de quienes conocen los caminos de las aguas y los respetan.
El bongo tembló como un corazón que despierta, y se deslizó desafiante sobre las aguas del Arauca Vibrador, dejando atrás el pueblo que había sido testigo de aquel beso inmortal y pacientemente esperado. Al pasar por la vuelta de Boca del Caño, José Manuel, de pie en la popa del bongo y con las manos firmes sujetando la espadilla, divisó una garza morena en la orilla. El ave, con sus alas abiertas como estandartes, parecía pelear contra la corriente y desafiar al río con una danza de resistencia y belleza.
Fue como entonces cuando recordó el sueño que había tenido la noche anterior, que le vino a la mente como un colibrí a flor. Había soñado que un coplero, vestido de liquiliqui blanco y de sombrero, con voz de sabana, cantaba una tonada de ordeño. Su presentador lo llamaba Simón. Y antes de despertar del sueño, logró escuchar la primera estrofa de aquella tonada, que decía:
—Yo vide una garza mora
Dándole combate a un río
Así es como se enamora
Tu corazón con el mio —
José Manuel sonrió, con los labios, pero también con el alma. El sueño, la garza, la tonada con su música y letra… todo parecía un presagio tejido por el destino. Supo, sin necesidad de palabras, que los días de su soledad estaban contados. Que cuando regresara del Alto Apure, cuando el río lo devolviera a El Yagual, algo nuevo lo esperaba. Algo dulce, como buñuelos con miel de arica. Algo firme, como la promesa de Betulia.
Bongo Tigre siguió su curso, y el río, cómplice de amores y memorias, lo abrazó con su corriente. José Manuel, con la mirada fija en la lejanía del rió, ahora albergaba en su pecho la certeza que: —Que el amor siempre triunfa, y es como aquella garza morena; tenaz y sabia que lucha, aunque tenga que enfrentarse a los ríos poderosos de la adversidad—
Así se sintió esa mañana aquel navegante.
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(*) Un relato de autoría de Vinos Des Fruit.
(**) Créditos: Foto original de El Yagual. Fernando Magallanes
(***) Restauración de fotografías. Edición, color, montaje y texto de imágenes de Vinos Des Fruit.
Notas del Autor.
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octubre 16, 2025

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