LOS AMANTES BURRERICOS
Éramos todos.
Era mu y difícil y hasta peligroso evadir una invitación para salir por los alrededores de San Fernando, a desahogar nuestras adolescentes apetencias sexuales con la solípeda.
Era peligroso por dos razones: una, porque después de tres o más excusas consecutivas, se corría el riesgo de que lo ubicaran a uno del otro lado; y !a otra era , que habiendo aceptado, al animal se le ocurriera en pleno acto, orinar al intruso visitante de otra especie, en cuyo caso era en extremo difícil quitarse el olor y el color de los orines.
Tener relaciones sexuales con las jumentas
era una actividad; si se
quiere, rutinaria; para cuya acción los zagaletones
de nuestras respectivas generaciones, nos constituíamos en "trullas" o patotas como
se dice
hoy
en
día, compuestas por tres o cuatro muchachos, que nos dispersábamos por las
afuera., del cuartel, La Palmita, La Guamita, Las Maporas, La Guanota, Caramacate y El Playón, donde teníamos la
seguridad de encontrar a
nuestras respectivas donadoras
gratuitas y obligadas
de sexo.
El show se presentaba
a la hora de comenzar:
-Primero yo!
- No, yo!
- ¿y por qué tú, si yo la vi primero?
- Bueno, entonces
vamos a sortear.
Lo
cierto da que siempre nos poníamos de acuerdo antes de que el animal
que estaba mosca, emprendiera veloz carrera
y nos dejara "con los crespos hechos".
Relacionarse sexualmente con las burras era una tradición
o una afición transmitida, adquirida, sugerida o espontánea, de la cual, repito, una vez
que uno se aficionaba o enviciaba, ya era mu y difícil dejarla.
Sin embargo, había que tener mucho guillo y astucia, porque muchos dueños de burras se ponían a cazarnos
con una escopeta llena de cartuchos con frijol colorado, y fueron muchos a
los que les pusieron las espaldas
más coloradas que muchacho
con sarampión.
Había estilos y tácticas para la práctica eficiente de esta afición.
No era lo mismo enfrentarse a una burra veterana, que no le paraba a uno, porque al fin y al cabo lo que le hacíamos era cosquillas, que enfrentarse a una pollina, que por ningún concepto iba
a permitir dejarse arrebatar su virginidad "en manos" de un cipote de otra especie.
¡No señor! Entonces,
apenas uno se le acercaba, paraba las orejas, rebuznaba
juvenilmente, tiraba
cuatro o cinco patadas
y emprendía veloz carrera, corcoveando, sin alejarse mucho de su madre. Y ésta se sacrificaba, la mayor parte de las veces, con una tranquilidad pasmosa, y sólo cuando
la importunaban demasiado, o no le gustaba el tercio, por decir algo, tiraba una que otra eventual patada.
Dentro de esta amplia pléyade de burreros, los más altos no tenían problemas para alcanzar su objetivo, pero los más pequeños teníamos que ingeniárnosla cargando
para arriba y para abajo con un par de ladrillos
para poder alcanzar su altura sexual o, en algunos casos,
ante la desesperación, nos encaramábamos sobre sus "jarretes".
Había burras veteranísimas, que cuando lo veían a uno, enseguida meneaban la cola y se nos acercaban y se colocaban
en posición anotadora.
A otras había que estimularlas sobándoles el lomo con un palo de escoba que muchos cargaban y que para jugar beisbol. De esta manera la burra le ponía más sabor e interés al asunto
El "Loro'' Zoppi y yo inventamos una forma más sofisticada y humana.
Raptábamos una burra que no tuviera
muchos resabios, la amarrábamos
en el centro de un chaparral, monte o mogote, y todos los días
le llevábamos una cuartilla de maíz y medio damesano de agua. Así la teníamos
cebaíta y consentida hasta que decidíamos
"cambiar de amante".
Entre los burreros, que después llegaron
a ser Ministros o algo por el estilo,
hubo uno que perdió el juego y lo dejaron en el terreno, porque una jumenta
le propinó soberana
patada en la frente y sus amigos lo recogieron y lo llevaron
en "goli-goli" a su casa, donde guardó cuarentena mientras se le borraba la "marca
de fábrica".
Hasta aquí la
parte sexy y semi simpática del asunto;
porque lejos de pensar que la práctica era asquerosa o vulgar, tenía sus implicaciones positivas en el comportamiento social y moral de la muchachada de la época.
De allí que entre la "cantaleta" que nuestros
padres nos leían para que respetáramos a las muchachas con quienes manteníamos noviazgos
o gustaderas, y
el
desahogo sexual que uno
tenía
por
aquel medio normalmente ilícito con las jumentas,
aún cuando aparentemente fuera a escondidas de todo el mundo, nos permitía hacer nuestras visitas
a nuestros empates, con el debido res
peto
que cada una de ellas se merecía y sin las cargas ni apetitos sexuales propios de la edad. Además,
a medida que fuimos
dejando nuestra adolescencia, surgían y estaban en San
Fernando muchas "maritornes", como llamaba "El Arzórín de los Llanos a las mujeres de mal vivir.
Esto trajo como consecuencia el desarrollo de
una juventud sana y respetuosa que se podía dar el lujo de esperar los 25, 26 ó 27 años de edad para casarse,
lo cual permitía a las parejas conocerse más mutuamente, en un porcentaje bastante elevado, en contra de los que se casaba
n a muy temprana edad, sin ninguna o poca
experiencia sexual.
Si se hubiera
hecho o se hiciera
una investigación seria para determinar la influencia de esta relación
sexual en la determinación
del grado de durabilidad de los matrimonios, muchas esposas apureñas
tendrían que estarle muy agradecidas a la especie équida por
esta estabilidad
y
duración, en contra, repito,
de los fracasos de la otra juventud
que no tuvo
ni esa oportunidad ni esa experiencia.
Una hipótesis a posteriori, pero con muchas probabilidades de ser comprobada es que, a medida que se fue rompiendo
ese equilibrio adolescente- bestia, se fue originando un desequilibrio gradual
adolescente-
chama, adolescente-empate, adolescente· novia, adolescente- como se le quiera llamar, con las
graves consecuencias que a diario
vemos y que son el dolor de cabeza de muchos
padres de todos los estratos de nuestra sociedad
actual, porque los chamos de ahora no tienen ese desahogo que la naturaleza y las circunstancias, en una época
determinada, ya pasada , nos proporcionó para beneficio de nuestra tranquilidad mental y de la tranquilidad mental
de muchos padres de esas generaciones.
Loores a estas ju mentas que
contribuyeron
silenciosa e incógnitamente a
la
tranquilidad de
muchos
hogares
de apureños.
Fuente: Remontando el
Apure Viejo de Cesar Humberto Ramos
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