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martes, 28 de junio de 2022

LOS AMANTES BURRERICOS

 


LOS AMANTES BURRERICOS

Éramos todos.

Era mu y difícil y hasta peligroso evadir una invitación para salir por los alrededores  de San Fernando, a desahogar nuestras adolescentes  apetencias  sexuales con  la solípeda.  

Era  peligroso por  dos razones:  una, porque después de tres o más excusas consecutivas, se cora el riesgo de que lo ubicaran a uno del otro lado; y !a otra era , que habiendo aceptado, al animal se le ocurriera en pleno  acto, orinar al  intruso visitante de otra especie, en cuyo  caso era en extremo difícil  quitarse el olor y  el color  de los orines.

Tener  relaciones sexuales con las jumentas era una actividad; si  se quiere, rutinaria;  para cuya  acción los zagaletones de nuestras  respectivas  generaciones,   nos  constituíamos en  "trullas" o patotas  como  se dice  hoy  en  día, compuestas  por tres o cuatro muchachos,  que  nos dispersábamos por  las afuera., del cuartel, La Palmita, La Guamita, Las Maporas, La Guanota, Caramacate y El Playón, donde teníamos la seguridad de encontrar a nuestras  respectivas donadoras gratuitas y obligadas de sexo.

 

El show se presentaba a la hora de comenzar:

             -Primero yo!

-   No, yo!

- ¿y por qué tú, si yo la vi primero?

- Bueno, entonces vamos a sortear.

 

Lo cierto da que siempre nos poníamos de acuerdo antes de que el animal que estaba mosca, emprendiera veloz carrera y nos dejara "con los crespos hechos".

 

Relacionarse sexualmente  con las burras era una tradición   o una afición transmitida, adquirida, sugerida o espontánea, de la cual, repito, una  vez que uno  se aficionaba  o enviciaba, ya era mu y difícil dejarla.

 

Sin embargo, había que tener mucho guillo y astucia, porque muchos dueños de burras se ponían a cazarnos con una escopeta llena de cartuchos con frijol colorado, y fueron muchos a los que les pusieron  las espaldas más coloradas que muchacho con sarampión.

Había estilos y tácticas para la práctica eficiente de esta afición.          

No era lo mismo enfrentarse a una burra veterana, que no le paraba a uno, porque al fin y al cabo lo que le hacíamos era cosquillas, que enfrentarse a una pollina, que por ningún concepto iba a permitir dejarse arrebatar su virginidad "en manos" de un cipote de otra especie. ¡No señor! Entonces, apenas uno se le acercaba, paraba las orejas, rebuznaba juvenilmente,  tiraba cuatro o cinco patadas y emprendía veloz carrera, corcoveando, sin alejarse mucho de su madre. Y ésta se sacrificaba, la mayor parte de las veces, con una tranquilidad pasmosa, y sólo cuando la importunaban demasiado, o no le gustaba el tercio, por decir algo, tiraba una que otra eventual  patada.

Dentro de esta amplia pléyade de burreros, los más altos no tenían problemas para alcanzar su objetivo, pero los más pequeños teníamos que ingeniárnosla cargando para arriba y para abajo con un par de ladrillos para poder alcanzar su altura sexual o, en algunos casos, ante la desesperación, nos encaramábamos sobre  sus "jarretes".

Había burras veteranísimas, que cuando lo veían a uno, enseguida meneaban la cola y se nos acercaban y se colocaban en posición  anotadora.

 

A otras había que estimularlas sobándoles el lomo con un palo de escoba que muchos cargaban y que para jugar beisbol. De esta  manera   la  burra  le ponía  más  sabor  e  interés  al  asunto


El  "Loro'' Zoppi  y  yo  inventamos una  forma  más sofisticada y humana.

Raptábamos una burra que no tuviera muchos resabios, la amarrábamos en el centro de un chaparral, monte o mogote, y todos los días le llevábamos una cuartilla de maíz y medio damesano de agua. Así la teníamos cebaíta y consentida hasta que decidíamos "cambiar de amante".

 

Entre los burreros, que después llegaron a ser Ministros o algo por el estilo, hubo uno que perdió el juego y lo dejaron en el terreno, porque una jumenta le propinó soberana patada  en la  frente y sus amigos lo recogieron y lo llevaron en "goli-goli" a su casa, donde guardó cuarentena  mientras se le borraba la "marca  de fábrica".

 

Hasta aquí la  parte sexy y semi simpática del asunto; porque lejos de  pensar que la práctica era asquerosa o vulgar, tenía sus implicaciones positivas en el comportamiento social y moral de la muchachada de la época.

 

De allí que entre la "cantaleta" que nuestros padres nos leían para que respetáramos a las muchachas con quienes manteníamos noviazgos o gustaderas, y el desahogo sexual que uno tenía por aquel medio normalmente ilícito con las jumentas, aún cuando aparentemente fuera a escondidas de todo el mundo, nos permitía hacer nuestras visitas a nuestros empates, con el debido res peto que cada una de ellas se merecía y sin las cargas ni  apetitos sexuales propios de la edad. Además, a medida que fuimos dejando nuestra adolescencia, surgían y estaban en San Fernando muchas "maritornes", como llamaba "El Arzórín de los Llanos a las mujeres de mal vivir.

 

Esto trajo como consecuencia el desarrollo de una juventud sana  y  respetuosa  que  se podía dar el lujo de esperar los 25, 26  ó 27 años de edad para casarse, lo cual permitía a las parejas conocerse  más mutuamente, en un porcentaje bastante elevado, en contra de los que se casaba n a muy temprana edad, sin ninguna o poca experiencia sexual.

 

Si se hubiera  hecho o se hiciera una investigación  seria para determinar la influencia de esta relación sexual en la determinación  del grado  de durabilidad de los matrimonios, muchas esposas apureñas  tendrían  que estarle muy agradecidas a  la especie équida  por  esta estabilidad  y  duración, en contra, repito, de los fracasos de la otra juventud  que no tuvo  ni esa oportunidad ni esa experiencia.

 

Una hipótesis a posteriori, pero con muchas probabilidades de ser comprobada es que, a medida que se fue rompiendo ese equilibrio adolescente- bestia, se fue originando un desequilibrio gradual  adolescente-  chama, adolescente-empate, adolescente· novia, adolescente- como se le quiera llamar, con las graves consecuencias que a diario vemos y que son el dolor de cabeza de muchos  padres de todos los estratos de nuestra sociedad actual, porque los chamos de ahora no tienen ese desahogo que la naturaleza y las circunstancias, en una época determinada, ya pasada , nos proporcionó para beneficio de nuestra tranquilidad mental y de la tranquilidad mental de muchos padres de esas generaciones.

 

Loores  a  estas  ju mentas que  contribuyeron  silenciosa e incógnitamente   a   la  tranquilidad    de   muchos   hogares   de  apureños.

 

 

Fuente: Remontando el Apure Viejo de Cesar Humberto Ramos


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