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jueves, 12 de junio de 2025

EL ARTE DEL HIELO Y LA NOSTALGIA


Por José Jiménez (Billy)

Raspado, Cepillado o Comodoro.

En el corazón de Apure, donde el sol abraza la tierra con fuerza y el horizonte parece no tener fin, había un niño llanero que llevaba la alegría en el alma y la jocosidad en cada palabra. Era un muchacho humilde, de piel tostada por el sol y sonrisa amplia como el río Arauca. Su nombre era Juan, pero todos lo llamaban “Juancho”, porque en el llano, los apodos son como los caminos: siempre tienen un toque de cariño.

Juancho estudiaba en el liceo del pueblo, un lugar donde las aulas eran tan calurosas que hasta los mapas parecían derretirse. Pero lo que separaba a la escuela del resto del mundo no era solo una cerca de alambre, sino un carrito de hielo raspado que era, sin duda, el punto de encuentro de todos los estudiantes.

El vendedor, un hombre llanero de voz ronca y manos curtidas por el trabajo, era conocido como “Don Chepe”. Con su sombrero de cogollo y su camisa arremangada, era todo un personaje. Don Chepe no solo raspaba hielo, sino que también contaba chistes, cantaba coplas y, cuando el ánimo lo permitía, hasta improvisaba un joropo con los estudiantes.

Juancho era su cliente más fiel. Con sus pocos bolívares ahorrados, siempre se acercaba al carrito después de clases. “¡Don Chepe, deme uno bien frío, que hoy el calor está arrecho!”, decía con esa picardía llanera que lo caracterizaba. Don Chepe, con una sonrisa cómplice, respondía: “¡Pa’ vos, Juancho, un raspado de tamarindo con leche condensada, pa’ que te sientas como un rey en el llano!”.

El ritual era siempre el mismo: Don Chepe tomaba el bloque de hielo, lo raspaba con su máquina oxidada pero fiel, y luego le añadía el jarabe dorado de tamarindo. Pero lo que hacía especial aquel raspado era el toque final: un chorrito de leche condensada que se mezclaba con el hielo como el amor se mezcla con la vida.

Juancho, con su raspado en mano, se sentaba en la sombra de un árbol de mango y disfrutaba cada bocado como si fuera un manjar de los dioses. Entre risas y bromas con sus amigos, el calor se volvía soportable y los problemas del liceo parecían desvanecerse. “¡Esto es vida, compadre!”, decía Juancho, mientras imitaba a Don Chepe raspando hielo con un palo imaginario.

Los años pasaron, y Juancho dejó el liceo para trabajar en el llano, pero nunca olvidó aquellos momentos en el carrito de Don Chepe. Cada vez que veía un bloque de hielo o escuchaba una copla, recordaba aquel sabor dulce y frío que le había alegrado tantas tardes.

Hoy, Juancho es un hombre hecho y derecho, pero sigue llevando consigo la alegría y la jocosidad del niño llanero. Y aunque Don Chepe ya no está en su carrito, su legado vive en cada raspado que se vende en el llano, en cada risa que se escucha bajo el sol, y en cada recuerdo que convierte el calor en frescura y la vida en una fiesta.

Así que, si alguna vez pasas por Apure y ves un carrito de hielo raspado, no lo dudes: pide uno. No solo estás comprando un refresco, estás adquiriendo un pedacito del llano, un instante de alegría y, quién sabe, tal vez un recuerdo que te acompañará como el canto de un arpa en la noche llanera.

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