UN SUCESO QUE NO ES UN CUENTO
Era Gómez
presidente,
y en Apure Pérez Soto,
el prefecto del pueblito
era un tal Santos Padilla.
Pueblito de
cuatro calles
no quiero perder la rima,
las casas de bahareque
las poquiticas que habían.
Las calles
eran barriales
que daban a la rodilla,
una iglesia, un botiquín,
un cuartel y pulpería
y un terraplén para el río
era lo que se veía.
Bajo los
medrosos fulgores solares de una mañana agustina de 1920 atracaba en el puerto
El Gamero (Guasdualito-Apure) el estridente steam boat rebautizado en costas
patrias como Vapor Arauca, perteneciente esta embarcación a la Compañía Anónima
de Navegación Fluvial y Costanera de Venezuela (CAVN), cuyo principal
accionista y copropietario era el presidente Juan Vicente Gómez. La ardua
travesía de esta nave de chapaletas alimentadas por calderas se inicia en 1913,
e incluía el itinerario: San Fernando (Apure)-Puerto Nutrias (Barinas)-
Palmarito (Apure) - Guasdualito. Esta ruta fluvial era la actividad comercial
más importante del país para la época.
El Vapor
Arauca como sus otros hermanos de la flota CAVN fue ideado originalmente para
el transporte de materiales de construcción, suministros, alimentos, equipos y
motores de mediana dimensión, pero además de esto, en regulares ocasiones era
utilizado para el traslado de fuerzas gubernamentales a los puntos fronterizos
con la finalidad de sofocar intentonas gaulescas y combatir a cuatreros y
salteadores que azotaban a los pequeños pero estratégicos poblados. Todo un
acontecimiento resultaba el recaleo del vapor Arauca al litoral del río Sarare.
Ya era tradición que previo al arribo de cada steam boat se decretara (formal o
informalmente) día de júbilo en el pueblito de cuatro calles fangosas, en donde
una rustica iglesia, un cuartel, una botica y una pulpería eran los principales
elementos del enclave ribereño. La nutrida concurrencia de los pobladores al
atracadero fluvial en esa mañana del 15 agosto se debía a dos razones
particulares. La primera: la llegada de alimentos, bebidas y artículos que eran
pagados en morocotas o transadas en modalidad de trueque (enseres por cultivos
y alguna que otras veces por carne vacuna); la segunda: el arribo del general y
presidente del estado Apure: general Vicencio Pérez Soto (1918–1921).
Según la oralidad
y algunas fuentes bibliográficas en esos años actuaba y dispensaba en
Guasdualito como jefe civil Julio Olivar, igualmente en los predios hacía de
las suyas un coronel de nombre Epifanio Gutiérrez, san fernandino llegado a
Periquera como pacificador y, que luego se convertiría en un secuaz del régimen
conocido con el alias de “Manotano”. Era la época en que los regentes locales
se sentían dueños y amos de sus comarcas y contornos, no en valde el insigne
novelista Rómulo Gallegos incluiría en su excelsa obra Doña Bárbara al
personaje Ño Pernalete, como la personificación deshonrosa de la virulenta
epidemia de jefes civiles que se aprovechaban a diestra y siniestra de los
incautos e indefensos pobladores provincianos. Sin embargo, no tardarían las
acciones y vejámenes de Epifanio en llegar a oídos de la máxima autoridad del
estado.
Dispondría
Pérez Soto tomar cartas directas en el asunto a sabiendas de lo peligroso y
hábil de su antes protegido, ya en varias ocasiones había enviado a algunos de
sus emisarios a dar escarmiento al cacique local, cayendo los mismos ante el
imperturbable pulso y certero gatillo de Manotano. La orden que giraría la
autoridad del estado era clara y concisa: eliminar de cualquier forma al procaz
y problemático marcial. No obstante, conociendo el coronel Olivar (jefe civil)
y sus hombres a la clase de persona que se enfrentarían las precauciones en el
caso eran extremas. Lejano no estaba el día en que este Olivar se plegara a la
causa rebelde de Arévalo Cedeño y Maisanta.
El recopilador
oral e investigador apureño Luis Felipe Martínez Veloz, en su obra Guasdualito
en la historia, referente al hecho expresa: “En esos días Pérez Soto había
regresado del Alto Apure en visita oficial y se dijo que le había montado una
trampa a su más fiel esbirro, porque ya le ofendía tenerlo a su lado”. (Sic)
(2010:19). (Fin de cita).
Lo expresado
en el párrafo anterior concuerda con lo reflejado en las diversas fontanas
consultadas por quien rubrica en el transcurso de los años. En su estadía en la
capital del Alto Apure, el general Vicencio Pérez Soto, hospedado en la casa de
unos italianos llegados de Provenza, era informado de las tropelías y abusos de
su subordinado. Testigos presenciales llegaron a corrobar que, mientras ponía
oído a las quejas, sin perturbación alguna degustaba un vaso de brandy escoses
en una mano y en la otra su infaltable isleño; en esa liza, con la mirada
distante pero presente, planificaba la forma de desaparecer al sevicioso
esquirol. Mientras tanto, el deleznable Manotano llegaba a Guasdualito por la
vieja Calle Real. Con no poca curiosidad observaría en el cielo una caterva de
zamuros sobrevolando la iglesia, como un presagio de su devenir exclamaría a
sus espalderos: “Veo algo volando cerquita”.
El otrora
intercesor y secuaz pistolero luego de ajustarse el cinto de su revólver, sin
despabilamientos marcharía imperturbable junto a sus hombres al puerto El
Gamero, con un pensamiento entre ceja y ceja: enfrentar y despachar a sus
victimarios. Lo ocurrido luego es digno de un guión de películas del oeste
norteamericano. En el botiquín de Eufrasio Rodríguez, el coronel Manotano era
el invitado honorable en el festín de su muerte. Allí fue citado y atendido por
el jefe civil Julio Olivar; en su nombre se dispuso un banquete criollo que
incluía ternera y variada gastronomía llanera. Conocido era la apetencia del
casi interfecto por las frugales comidas, a las que aderezaba con más sal de la
permitida por el paladar humano. Al pedir a los sirvientes el salero para
condimentar un costillar oiría la voz del propio general Vicencio Pérez Soto:
“tráiganle la sal al coronel Manotano, para que le agarre más gusto a la
muerte”.
Las balas no
se hicieron esperar. Bien conocida era la determinación en momentos apremiantes
del general tocuyano, a la par, su fama y agilidad con el revólver estaban bien
ganadas. Esta vez sería con un fusil Winchester Repeating de la Arms Company
que enviaría a la otra dimensión y sin pasaporte de regreso al temible esbirro,
quien en un intento por desenfundar su pistola automática Colt government de
1911 quedaría inanimado con la garganta destrozada por el mortal plomo acertado
por Pérez Soto, cayendo desangrado en el piso del lupanar. Otro trago de
brandy, bajaron los nervios, el ecuánime militar e intelectual gomecista luego
de vociferar: ¡Viva Gómez y adelante! ordenaría a sus hombres sacar el cuerpo e
ir a enterrarlo. Luego continuaría la música de arpa de Cupertino Suarez, con
la tertulia a baja voz sobre lo acontecido. El segundo de Manotano llamado
Darío Liscano, ausente en el lugar de los hechos, al conocer la noticia
embarcaría en una chalupa rápidamente con rumbo a El Amparo y de allí a
refugiarse en tierras araucanas. El cunavichero Antonio José Torrealba “El
hombre que se creía caballo” registraría en su Diario de un Llanero lo
siguiente:
“Ese día
cayó un aguacero como de dos horas. Cuando los enterradores llegaron a la fosa
donde habían dejado a Manotano, lo hallaron sentado en el hoyo, con el agua al
pecho, al ver a la gente dijo con voz desfallecida “No me enterréis vivo que no
quiero que se cumpla una maldición que me echaron en una oreja una vez”. Como
no estaba muerto, lo montaron en una carreta para llevarlo al centro
asistencial, pero una perra en celo mordió al buey en una pata y este corcoveó,
sacó al herido “y quedó con la cabeza en el suelo y los pies amarrados y empezó
a corcovear y a pisarlo y sacudíendolo contra el suelo; lo primero que hizo fue
sacarle los ojos con los cascos traseros. Después emprendió la carrera con el
hombre a rastras; lo cierto fue que, cuando pudieron agarrar al buey no tenía
Manotano ni cabeza, ni corazón ni costillas, ni bofe.” (Diario de un llanero.
Antonio José Torrealba, tomo 5, pp. 65, 66, 67).
La muerte
del coronel Epifanio Gutiérrez sentaría un bálsamo para los pobladores de
Guasdualito, sus acuciantes tropelías llegaron a su fin de la forma más
prolija, dolorosa y sangrienta. No obstante, la quietud y el sosiego no serían
por mucho tiempo. El 18 de junio del siguiente año (1921) un día antes de la
dantesca batalla de Guasdualito, varios recordarían en la plaza Bolívar la
muerte del otrora pacificador, el mismo que había repelido con regular éxito
algunas intentonas antigomecistas: al tristemente célebre y dezlenezable
Manotano
ALJER.-
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